Alejandro Labaka fue un hombre admirado pero, para muchos representantes de la sociedad civil y eclesiástica, un hombre que vivía en un mundo envuelto en la fantasía y no en la realidad dura y prosaica. Frecuentemente era centro de atención por sus opiniones llenas de la belleza del ideal intuido, de un mundo que pertenece más al sueño que a lo palpable, ingenuamente contemplado, sin poner atención en el lado prosaico que siempre encierra. ¡Por eso murió como murió! En el largo período de mis 25 años en la selva amazónica del Ecuador he podido escuchar expresiones que encierran esta valoración de la persona de Alejandro Labaka.

Pero, una vez más, compruebo que es difícil conocer el mundo interior de una persona si no se ha vivido con ella una larga existencia cotidiana. Es en la realidad de una prolongada convivencia donde comprobamos el mundo que habita en el interior de la persona, los motivos profundos que dirigen sus acciones, los criterios verdaderos que permiten comprender el porqué de sus palabras, juicios de valor, y criterios de conducta. Yo he experimentado a Alejandro como una riquísima personalidad, una armonía envidiable entre realismo y capacidad de soñar, entre prudencia y sentido del riesgo, capaz de discernir con un quinto sentido evangélico cómo debe ser el camino que debemos escoger en cada caso.

Siempre le atrajeron los espacios amplios, los mundos lejanos, las culturas diversas a la propia, las personas que viven la existencia humana desde experiencias y valoraciones desconocidas para nosotros. De entre esas gentes, los minusvalorados, los situados en la frontera, o fuera de ella, de la sociedad que se cree rica y poderosa. Aquellos a quienes nadie dirige su atención y que no forman parte del acerbo de valores de su propio mundo, le atraían de forma particular. No eran tanto los pobres de su entorno, sino los que viven otros mundos culturales, siendo en ellos doblemen-te marginados para el nuestro. ¡Si de él hubiera dependido siempre hubiera estado sentado a su mesa! La experiencia china, nunca olvidada, con su mundo interior tan diverso al nuestro, en el que él descubrió una profundísima sabiduría, mantuvo siem-pre viva la llama de este sueño personal. Los huaorani fueron el nuevo horizonte que le atrajo y solo en parte la sustituyó; llegó ciertamente a ocupar el rico territorio de su fantasía humana y cristiana.

Es completamente cierto que la base profunda de sus querencias se nutre del Evangelio que Alejandro vivió con especial profundidad. No era solo su talante humano, era, ante todo, su profunda captación del mensaje de Jesús hecho vida en su camino humano. La atracción que los huaorani produjeron en él no podría explicarse si la apartáramos de su visión religiosa, cultivada con esmero, que podía captarse en su fecunda acción en su favor.


Siempre me ha llamado la atención su capacidad de lucha en favor de estos grupos humanos que tanto le fascinaron. No solo capacidad, sino realismo y eficacia. Vivía con ellos y soñaba con ellos; hablaba de ellos sin poder ocultar la fascinación que le producían. Ofrecía en sus diálogos y en sus interpretaciones una cierta inge-nuidad, nacida ciertamente de su admiración. Pero, al mismo tiempo, era ante todo un luchador tenaz e inteligente; con una especial capacidad para mantener sus propias ideas ante quienes podían mejorar la vida y los derechos de “sus minorías”. Tenía una particular elegancia en el trato, un enorme respeto a los juicios y actitudes de quienes formaban parte de las fuerzas contrarias, aquellas que afectan negativamente al bienestar de estas mismas minorías. Pero no daba fácilmente su brazo a torcer. Ahí están sus escritos y sus gestiones: siempre con la sonrisa y la tozudez de quien sabe que la vida no solo es admiración y fascinación sino trabajo y defensa por el bienestar de aquellos a quienes ama.


Manuel Amunárriz