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Testimonio de Monseñor Labaka y la Hna. Inés Arango



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Alejandro Labaca, Vicario de Aguaricó, e Inés Arango, misionera, en la selva ecuatoriana.

El 21 de julio de 1987, el obispo capuchino Alejandro Labaka y la hermana Inés Arango, dos misioneros en la Amazonia ecuatoriana, fueron matados por las lanzas de los nativos huaorani. Frente a la explotación de los recursos naturales de parte de las grandes compañías petroleras, el obispo había priorizado la vida de las personas y defendido con coraje los derechos de las minorías indígenas. Paradógicamente, los indígenas, que se sentían acorralados, mataron a los dos misioneros que les ofrecían su apoyo.

En 1966 «aparecieron» los últimos restos de un pueblo indígena, y les llamaron los tetetes. Al poco tiempo, estos pocos supervivientes volvieron a desaparecer selva adentro. Pero el padre Alejandro Labaka, responsable de los capuchinos que se habían encontrado con los tetetes, tomó en serio este hecho y reflexionó sobre dicha circuns-tancia: «La sociedad no suele preocuparse mucho de los pueblos pequeños, tienen otros problemas y se olvidan de la gente de la selva... pero los misioneros debemos creer en el Evangelio, allí Jesús dice que dejó las 99 ovejas para buscar una; los que son pocos tienen tanto valor como los muchos; Jesús se preocupó de los pequeños y abandonados. Así debemos hacer. Estas minorías indígenas son los más antiguos pobladores de Ecuador, son los verdaderos dueños de su país, los que estaban acá antes del Estado, muy anteriores a la República y a sus leyes, y debemos ayudar a que la sociedad los reconozca como los primeros ciudadanos, los respete, los ayude y los proteja».

Durante 25 años se dedicó al acercamiento con los huaorano (o aucas), aprendiendo a vestir, a comer, a vivir como ellos y a hablar su lengua, el huao. Llegó a ser conocido y querido por todos los grupos huaorani, todos menos uno: los tagairi, tribu irreductible que jamás había aceptado la intromisión de nadie en su territorio, que poco a poco se había visto acorralada y con menos territorio debido al trabajo de explotación de las compañías petrolíferas en la selva amazónica ecuatoriana. Precisamente por ello, monseñor Labaka se obsesionaba por compartir y ser aceptado por ellos. Además, realizó un trabajo de denuncia contra las compañías, instituciones y gobierno, constantemente cuestionados, en defensa de la vida y la cultura de los pueblos amazónicos.

En junio de 1987, un mes antes del asesinato-martirio el él y de la hermana Inés, pasan varios días conviviendo con otros grupos huaorani «para mantener los lazos de amistad». El 10 y 11 de julio vuelan sobre la casa tagairi descubierta poco antes, pero no encuentran a nadie. El día 17, después de arrojar unos regalos, encuentran a un grupo de ellos. Escribe: «Regresamos felices con los primeros signos de buena acogida». Esa misma tarde tiene una reunión con los altos representantes de Petrobrás (la compañía petrolera que estaba trabajando en la selva). No se sabe lo tratado en esa reunión, pero sí que el misionero salió preocupado y totalmente decidido a introducirse en el territorio de los tagairi. Quizás la compañía petrolera se mostró decidida a entrar inmediatamente en dicho territorio, dispuesta a todo para sojuzgar a los tagairi. Resolvió poner en peligro su vida como único medio para defender la vida del grupo indígena de los tagairi. Su plan sería el de convencerles de que cambiaran de lugar para evitar su exterminio.

Así, pocos días después, el 21 de julio, desde un helicóptero alquilado, logra bajar junto a la hermana Inés, en un claro del bosque, hacia el sur de Coca. El helicóptero debía volver una hora más tarde, pero se perdió en la selva, así que volvió al día siguiente. No encontraron a nadie, sólo divisaron los cadáveres delante de la casa... El misionero aragonés Javier Aznárez, sacerdote y médico, preparó los cadáveres y dijo que contó 160 orificios en el cuerpo de monseñor y 67 en el de la madre Inés. Lo que les hicieron no puede llamarse crueldad, aunque pueda parecerlo, sino que son ritos de los huaos, difícilmente explicables, donde participan hombres y niños, como si mataran a un jabalí, con sus lanzas con 20 centímetros de punta y dentadas, que desgarran el cuerpo por dentro.

Así fue todo: un día bajaron ambos en un claro de la selva, donde los indígenas estaban protegidos. Monseñor desciende primero y se despoja de sus ropas. Inés guarda en un bolsillo el paño que cubría su cabeza y se quita los zapatos. El helicóptero se aleja. Al día siguiente, al amanecer, monseñor yace sobre el tronco de un árbol derribado, con ochenta y cuatro lanzas taladrándole el cuerpo... y cerca de otros ochenta orificios en el cuerpo. Ella se halla sentada en la entrada de la casa de los indios, con veintiuna lanzas en su carne, nos hombros desencajados, los ojos en dirección al cadáver del obispo, la boca entreabierta. Hágase, Señor, tu voluntad. Alejandro quería de verdad a los indígenas y ese amor fue tan grande como para llevarle a dar la vida por ellos. Siempre fue consciente del peligro de vida que implicaba esta difícil misión.

En 1965, su presencia en el Concilio Vaticano II le pareció circunstancia privilegiada y providencial para presentar a Pablo VI, con toda confianza, los temores que había manifestado a los superiores de la comunidad: «Tengo en la prefectura grupos esquivos y salvajes, conocidos con el nombre de aucas, que matan a los que entran en sus dominios y hacen también incursiones hacia las partes civilizadas donde siembran el terror con sus muertes». Quiso que el Papa se pronunciara sobre este acercamiento difícil y peligroso...

Con carta de la secretaría de Estado se le contestó que su iniciativa respondía al «bien del Evangelio», pero lo que más significó para él fueron las palabras de Pablo VI en noviembre del 65: con una alentadora sonrisa le dijo «¡Ánimo, ánimo!» refiriéndose a su trabajo con los huaorani. Estaba poniendo sobre el tapete la cuestión de qué es más importante, qué es prioritario: la vida de unas personas o la explotación de unos recursos naturales. Para monseñor fue de absoluta prioridad la vida de los indígenas, y por eso se le puede considerar con toda verdad mártir de la defensa de la vida y la cultura indígena. Esto parecía entonces una locura, pero desde su muerte, sus palabras, su esfuerzo y su muerte han abierto un camino.

Muere como huaorani, en defensa de los huaorani, matado por los huaorani, tendido como enemigo, confundido con sus enemigos...

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Alejandro e Ines

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EVANGELIZACIÓN. LA VOCACIÓN FRANCISCANA ES MISIONERA


La llamada evangélica es, desde el principio, para todo cristiano vocación misionera. Ir, estar con el Señor y ser enviados son una única realidad (cf. Mc 3, 1), elementos quizás distintos en el tiempo pero implícitos y contenidos en la invitación a seguir a Jesucristo. La llamada es única: no es justo pensar que la misionariedad es la última etapa de un largo camino; es, más bien, la perspectiva que hay que tener en cuenta desde el principio.

No nos formamos «en un lugar cerrado» para luego «salir» a campo abierto; como dice un biblista, «llamar, en el uso evangélico, es también participar activamente en la misión» (B. Maggioni). «Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede retenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (NMI 40b). Por eso, la misionariedad, el ir por el mundo es cuestión de fe viva y «el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros» (RM 11c).

Además, la evangelización responde a la lógica del Reino, más que a las necesidades de los destinatarios o a cualquier otra necesidad (cf. Mt 10, 1-5, donde se identifican la llamada y la misión). Y el Reino no puede ser clasificado o delimitado según los destinatarios, lejanos o cercanos (no es la descristianización la que nos envía en misión), según los tiempos (primero los cercanos y luego los lejanos), según los lugares (primero en las iglesias y luego en las casas o por los caminos), según las necesidades de nuestra «propia casa» o de otros pueblos.

El anuncio, el ir, es la dimensión fundamental y permanente de la evangelización, la lógica del Reino, el paradigma de toda forma de misión. El primer anuncio, la segunda evangelización y la pastoral ordinaria (cf. RM 33) responden al único envío y constituyen la misma misión: son tres dimensiones o tres modos estrechamente unidos en el tiempo y en el espacio, como fue única la misión de Jesús en las sinagogas, en las casas, por los caminos, con los justos y con los pecadores. Estamos invitados, en todas partes y siempre, a anunciar, a exhortar, a renovar y consolidar la fe a fin de ganar nuevos discípulos para el Evangelio y fortalecer a quienes ya siguen a Jesús.

Para Francisco, la evangelización es la expresión del encuentro con Cristo (1 Cel 22). Para él, vocación y misión coinciden (LM 4, 2), tanto en sus primeros años como después de la crisis «contemplativa» y al final de su vida.


Evangelizar en fraternidad

«Marchen, queridos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados» (1 Cel 29a). Francisco no envía nunca a un hermano solo por el mundo. La fraternidad y la comunión son el punto de partida y el corazón de la misión franciscana.
La fraternidad tiene una identidad teocéntrica y una dimensión profética y misionera, pues:
- en su origen, remite a la paternidad de Dios:
- en su construcción diaria, se realiza en el desprendimiento de uno mismo y en el seguimiento como único punto de referencia;
- en su visión profética, expresa el Reino presente y actuante en medio de nosotros;
- en su dimensión misionera, el Señor nos envía a «su viña» como testigos de reconciliación entre nosotros y con el Padre para la edificación de su Reino.

La Fraternidad-en-misión es libre y liberadora: es enviada al mundo entero con el corazón fijo en Dios. Las mismas estructuras se vuelven signos y senderos de un itinerario expedito que eleva el hombre a Dios. La tensión dinámica y constructiva entre los valores y las estructuras acompaña nuestra existencia individual y comunitaria a lo largo de toda la peregrinación terrena, hasta el día de nuestra muerte: no existen valores sin estructuras, ni deberían existir estructuras sin referencia a los valores vividos en la vida de cada día.

Cuando, en junio de 1219, encuentra Francisco en Damieta al sultán Malik-Al-Kamil, vive una experiencia imprevisible e iluminadora (cf. Jacobo de Vitry, Carta 4; 1 Cel 57; LM 9, 7-9). Sin proclamar una cruzada, Francisco se presenta como enviado del «Dios altísimo», se declara «cristiano» y anuncia su fe; progresivamente descubre en el Sultán a un «místico» y a un hermano en la «fe» en el único Dios; el Sultán, a su vez, descubre en Francisco a un «hombre cortés» y creyente. En Damieta aconteció el milagro del encuentro de dos personas muy distintas, un encuentro que tuvo lugar «en la orilla del otro», en el respeto de la diversidad, en el diálogo cortés, en el amor gratuito. Francisco experimentó y descubrió un modo diverso de llevar a cabo la misión, cuyo eco y espíritu aparece en el capítulo 16 de la Regla no bulada, de 1221.

En Damieta Francisco experimentó la reciprocidad. Acogió cuanto vio de positivo en el Sultán y regresó a Asís con un profundo respeto a los sarracenos, a quienes había conocido como creyentes. Francisco nos muestra otro aspecto maravilloso y actual de la evangelización: la misión es escucha y comunicación, es vivir con los otros, es elegir abrir los ojos a la realidad ajena, es creer que el Reino de Dios está ya en torno a nosotros, en profundidad, en todas las personas, incluso en las no cristianas (cf. 1 Cel 82); la misión es dar y recibir a la vez.

En el campo del diálogo, el franciscanismo tiene una palabra que decir y, sobre todo, un ejemplo y un testimonio que ofrecer. De hecho, la figura, la experiencia y la propuesta de Francisco son un mensaje cuya validez es aceptada y reconocida por los miembros de muchas confesiones y religiones distintas. Francisco es un hombre de diálogo universal por su experiencia evangélica radical, por su amor a la Palabra de Dios, que operó en él una continua conversión: todo esto hizo de Francisco un hombre nuevo que recobró el equilibrio de las relaciones con Dios, con los hombres y con la creación y al que todos pueden mirar con esperanza. Por eso, el franciscano es, por vocación, un hombre de diálogo.

Crónica Waorani

Son las notas personales de Alejandro Labaka. Aquí se encuentran sus vivencias misioneras más importantes. Él las redactaba después de cada viaje. Estos escritos los inició para compartir con sus hermanos. Algunos se encuentran publicados en el OPI. Leer ¿CÓMO NACE “CRÓNICA HUAORANI”?

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