Desde el 21 de junio de 1987 en que me enteré de lo muerte de monseñor Labaka me quedé sumamente intrigado por conocer les causas de este hecho tan doloroso, pues parecía que se quería echar tierra encima paro tapar lo verdad. De hecho, las agencias Internacionales la han silenciado...
Recientemente he tenido ocasión de pasar algo más de una semana en Coca, sede central del Vicariato, al fondo norte de la selva ecuatoriano, loteada y "vendida" a empresas petroleras. Allá he podido dialogar largamente con testigos directos de lo sucedido. En aquel ambiente, dolorido y esperanzado, he buscado con ansias el mensaje de la muerte de Alejandro Labaka, capuchino, que llevaba cerco de 25 años trabajando como misionero entre los huaorani, conocidos generalmente como aucas. En su actividad de obispo, desde hacía tres años, había seguido dando prioridad a este mismo trabajo.
A través de esos largos años se fue introduciendo poco o poco entre los aucas, siempre con inmenso respeto y cariño hacia ellos. Aprendió a vestir, a comer, a vivir como ellos... Supo hablar el huao. Y esta amistad llegó a tal grado, que un matrimonio de ellos lo acogió como hijo adoptivo. He conocido en Coca a su padre adoptivo, Inihua, con el que he podido conversar un poco gracias a la ayuda de una misionera laurita.
Alejandro llegó a ser conocido y querido por todos los grupos huaorani; todos, menos uno: los tagairi, tribu irreductible, que jamás había aceptado lo intromisión de nadie en su territorio, aunque poco a poco se había visto obligada e encogerse, como tigre acorralado, en un espacio de selva cada vez menor. Sus relaciones eran hoscas hasta con las otras tribus huaorani. Pero justamente por estas circunstancias, el corazón misionero de Alejandro se obsesionaba con detectar en medio de aquella selva intrincada a los tagairi, y poder ser aceptado entre ellos, tal como lo había conseguido ya con sus otros hermanos. Por ello se consiguió un fondo económico con el que poder alquiler de vez en cuando un helicóptero paro poder localizarlos. Después de dos años de búsqueda, acababa de conseguir dar con ellos.
Impresiona echar un vistazo sobre su correspondencia en los últimos meses de su vida. Compañías petroleras, instituciones y gobierno son asaeteados de continuo en defensa de la vida y la cultura de los pueblos amazónicos. "Volvemos a reiterar nuestras reclamaciones en favor de estos pueblos minoritarios en peligro de extinción solicitando que se respeten sus derechos humanos”, escribe a un organismo del gobierno en febrero de este año. "Que los organismos pertinentes del estado respeten los derechos humanos de los pueblos étnicos, reliquias sagradas de nuestra amazonía”, insiste en carta del 30 de abril.
Problema especial se desató cuando la compañía petrolera brasileño BRASPETRO, que había adquirido el lote número 17, lugar en el que viven los tagairi, decide comenzar su trabajo en la zona. La premura de la compañía acicatea aún más el viejo deseo de monseñor de entrar cuanto antes entre ellos. Teme por lo vida de esos indígenas tan largamente buscados. Así se lo escuché decir a él mismo. La compañía teme entrar, y él teme que entren.
El 24 de abril monseñor escribe al Ministro de Agricultura solicitando su intervención en favor de ellos. Por dos meses proliferan los cartas al Ministerio de Recursos Naturales, a CEPE, al IERAC, a la Dirección Nacional Forestal... En junio él y la madre Inés Arango pasan varios días conviviendo con otros grupos huaorani “para mantener los lazos de amistad”.
El 10 y 11 de julio vuelan sobre lo casa tagairi descubierta poco antes, pero no encuentran a nadie. El día 17, después de arrojar unos regalos, encuentran a un grupo de ellos. Escribe Alejandro dos días después: “Encontramos hasta ocho tagairi, desnudos, que nos hacen señas de bajada. Regresamos felices con los primeros signos de buena acogida”. En un segundo vuelo del mismo día les arrojan machetes y hachas: "Todo el grupo nos saluda invitándonos a bajar”. Él había efectuado antes contactos parecidos, todos ellos terminados felizmente. Ese día redacta así su evaluación. "Todos los signos han sido muy positivos y se puede ya intentar pronto el primer contacto personal de amistad”.
Esa misma tarde participe en una reunión con altos personeros de BRASPETRO. No sabemos lo tratado en esta reunión, pues según dicen sus compañeros, monseñor no quiso informar de ello. Lo único cierto es que salió preocupado y totalmente decidido a introducirse enseguida en el territorio de los tagairi. ¿Qué sucedió? Quizás las compañías se mostraron decididas a entrar inmediatamente en dicho territorio, dispuestos a emplear métodos “convincentes” para sojuzgar a los tagairi... De hecho, algo muy grave tuvo que discutirse para que él, que era tan comunicativo en sus proyectos con los indígenas, en este caso guardase silencio.
Son conocidos los métodos sin escrúpulos que usan ciertas grandes compañías brasileñas pera entrar y apoderarse de la selva; a veces han realizado verdaderos genocidios con pueblos indígenas enteros. ¿Querían realizar algo así con los tagairi? Quizás nunca lo sabremos. Pero si éste fue el plan, es de suponer que en aquella reunión monseñor Labaka discutió con ellos, y en vista del fracaso de su palabra en defensa del pueblo indígena, resolvió poner en serio peligro su vida, como único medio de defender la vida y la cultura de los tagairi. Pensaría poder convencerlos quizás de que cambiaran de lugar. Y ciertamente tuvo que sopesar la posibilidad de su muerte, y en este caso estuvo dispuesto a entregar su vida como último recurso pare alejar a la compañía de allá.
De hecho, su decisión de entrar enseguida a los tagairi no se hizo esperar. La reunión había sido el viernes 17. Al día siguiente sobrevuela de nuevo y estudia detenidamente los planos de la zona. Para el lunes 20 a los cinco de la madrugado ya está en camino junto con la hermano Inés hacia lo base del helicóptero alquilado, pero las condiciones atmosféricas no permiten realizar el vuelo. Al día siguiente, martes 21 de junio, a los 11 de la mañana, logran descolgarse los dos en un claro del bosque, hacia el sur de Coca, a media hora de vuelo de helicóptero, entre los ríos Tigüino y Cachiyacu.
¿Qué sucedió después? El helicóptero debía haber regresado una hora después paro ver cómo se desarrollaba el encuentro; pero, según versión del piloto, se perdió en la selva y no pudo encontrar el lugar... Volvieron al día siguiente a los ocho de lo mañana. No encontraron a nadie. Sólo alcanzaron a divisor dos cadáveres delante de la casa...
En aquel silencio tenso -¿atacarían de nuevo los indígenas?- cuento el P. José Miguel Goldáraz, superior de la Misión, que el cuerpo de monseñor le pereció un altar: quince lanzas de tres metros y medio adornadas de plumas de colores le tenían clavado a la tierra; alrededor se veían huellos de haber danzado en círculo. Su rostro reflejaba una paz inmensa y en sus labios se dibujaba una sonrisa, dato que he podido verificar o través de las fotos.
Su cuerpo alanceado, clavado en esa tierra que tanto defendió, es el ara de un nuevo altar: muere por los que aún no le conocían, confundido con sus enemigos, sin esperar nada de ellos; les ofrece su vida para salvarlos. De hecho, las compañías petroleras han desistido por ahora de entrar en esa zona. ¿Era eso lo que él buscaba? Lo cierto es que su muerte es la corona de una vida de entrega hasta las últimas consecuencias en defensa de la cultura y la vida de los primeros pobladores de la selva amazónica.
Los animadores de los Comunidades Cristianas de la zona, unos cuarenta, o los que yo les estaba dando un curso bíblico, me pidieron un día que fuéremos a hacer lo oración de la mañana alrededor de la tumba de su obispo, enterrado al pie del altar mayor de la catedral. Fueron un par de horas muy cálidas. Y en aquel diálogo rebosante de fe y de amor fuimos encontrando sentido a su muerte. Monseñor quería de verdad a los indígenas, decían, y ese amor fue grande como para llevarle a dar la vida por ellos.
Sobre lo lápida habíamos puesto fotos de su cadáver sangrante, agujereado, pero lleno de paz. Alrededor de la cintura se le veía un cordón, lo único que llevaba puesto o la hora de su muerte. Era el “gumi”, ceñidor de algodón, con el que se “visten” los huaorani. Alguien leyó lo que Alejandro mismo había escrito unos diez años antes: “El misionero no tiene que esperar que lo desnuden, sino que hará mejor en adelantarse a hacerlo para dar muestras de aprecio y estima a la cultura del pueblo huaorani. Este es el primer signo de amor hacia el pueblo huaorani y su realidad concreta...” Y así había hecho él en aquel día de su muerte. Por eso alguien anotó que monseñor había muerto vestido de huaorani. Había ido a este último reducto huaorani con el corazón lleno de amor hacia ellos.
Todo esto pone sobre el tapete un grave problema. ¿Qué es prioritario, la vida de unas personas o la explotación de unos recursos naturales? Para monseñor Labaka fue de absoluta prioridad la vida de los indígenas. Por eso a él se le puede considerar con toda verdad mártir de lo defensa de la vida y la cultura indígena. Paradógicamente los indígenas, que se sienten como tigres acorralados, le matan para defender su vida y su cultura, y él muere con gusto por el mismo fin. Muere como huaorani, en defensa de los huaorani, matado por los huaorani, tenido como enemigo, confundido con sus enemigos... ¡Muere como indígena, clavado a su tierra por sus propias lanzas!
En la reflexión realizada sobre su tumba, los animadores compararon su muerte con la de Cristo. Los dos habían ofrecido su vida por personas que no le querían, pero que ellos amaban profundamente. Daban su vida para salvarlos. Esto sólo se entiende desde la fe..., fe en la dignidad humana y en el amor: fe en Cristo presente de manera especial en los más pobres.
José Luis Caravias
(Ag 1987)
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