Lunes, 9 de agosto:

El campamento estaba junto a un límpido riachuelo, cruzado por un árbol que había sido intencionadamente tumbado para que sirviera de puente.
Serían las diez y media de la mañana cuando:
–Amigo, amigo–, nos gritaron desde el árbol-puente los tres Huaorani, completamente desnudos, ceñidos con un simple ceñidor que sujetaba su pene.
¿Escalofrío? ¿Miedo? ¿Alegría? ¿Esperanza? No sé qué corriente inundó todo mi cuerpo. Sólo sé que me incorporé rápido para salir al encuentro, haciendo un esfuerzo de memoria para recordar algunas palabras:
– Memo, memo ... (hermano, hermano huao) – y estábamos frente a frente.
Noté su extrañeza y adiviné su pregunta al cocinero:
– ¿Quién es?
– El capitán.
Entre tanto me volví a traerles los obsequios que la Compañía me había proporcionado, pero antes de que los sacara de la maleta ya me rodeaban los tres Huaorani, arrebatándomelos de las manos.
En visitas posteriores me informé de sus nombres:
Peigomo: de unos 25 años; un verdadero y peligroso líder.
Nampahuoe: pacífico anciano de unos sesenta años.
Huane: de unos 30 años y del que tendré que hablar en varias ocasiones.
Recibieron muy contentos los obsequios: espejos, peines, redecillas, cadenas con cruz, imperdibles, agujas, etc. Pero a los pocos minutos, no contentos con lo que se les regalaba, se dedicaron a rebuscar por todas las camas. Quizás en ninguna encontraron tantas cosas como en la mía: camisas, camisetas, calzoncillos, poncho nuevecito para el agua, saco de caucho para guardar la ropa, sábana, espejo, peine, agujas e hilo. Todo se lo llevaron, respetándome lo que me era imprescindible: la ropa puesta, el toldo mosquitero, la manta, la hamaca, el cepillo de dientes y la pasta. En posteriores visitas examinarán las pertenencias de este capuchino que se precia de profesar la pobreza franciscano y verán que tengo demasiadas cosas y se las llevarán con todo derecho: el toldo, la toalla v otras cosas.