Alejandro Labaka era un capuchino misionero de los hechos con la piel de san Francisco de Asís. Ahora, para muchos cristianos, es un nuevo mártir de la Iglesia de Jesu­cristo. Vasco hasta las entrañas, había llegado al seminario de su Orden desde su pequeño caserío natal. En la casa de estudios hablaba sólo en un mal español que comenzaba a aprender. Después de dos años de su formativa clausura, en una visita por el tiempo de las Navidades, se dio cuenta de que ya no podía entenderse con su madre, porque había olvidado el euskera, única lengua familiar. A escondidas intentó recuperar su idioma originario. Tenaz, como san Ignacio de Loyola, lo consiguió. Durante la guerra civil estuvo en el frente cumpliendo tareas humanitarias. Con­cluida la contienda, fue destinado a la misión de China. Allí, de Kansu a Tsingning en donde le sobrevino la expul­sión del País por no acatar los principios del régimen comu­nista de la revolución de Mao. En sus conocimientos lingüísticos había añadido una nueva gramática para el Evangelio: el chino. Siguiente etapa del viaje por el mapa personal de este misionero capuchino: Pifo, en Ecuador. Y de esta tierra al Aguarico, en plena selva amazónica ecua­toriana. Cuando llegó a su nueva misión se encontró con su pueblo, el pueblo que le iba a llevar al calvario para su pro­pia redención. El 2 de julio de 1984, Juan Pablo II nombra obispo del Vicariato Apostólico del Aguarico a Mons. Ale­jandro Labaka, designándolo primer Vicario Apostólico.

Mons. Alejandro Labaka tenía una oveja perdida en su tierra espiritual, los Tagaeri, una etnia Huaorani. Este pue­blo no había experimentado contacto alguno con la civili­zación. Las compañías petrolíferas habían decidido crear partidas de cazadores de hombres para aniquilar a estas gentes. Alejandro pidió una tregua, en la que se le permi­tiera establecer relación con esta tribu. En su diario escri­bió: "oírles, escucharles, aprender de ellos, para después darles el sentido de Cristo, Salvador universal". Acompa­ñado por la hermana Inés Arango, religiosa terciaria capu­china, descendió del helicóptero hasta un extremo del poblado Tagaeri. Allí, lo primero que hizo fue vestirse como los nativos, encarnarse en su misma realidad exterior, hacerse uno de ellos. Los habitantes del poblado les aco­gieron con normalidad, hasta que a la caída del día, llega­ron el jefe de la tribu y el hechicero. Éstos, después de un baile ritual, recordaron a los demás que ellos eran un pue­blo guerrero y que debían aniquilar a los visitantes de la otra orilla. Las mujeres, entonces, raptaron a la hermana Inés para protegerla y se la llevaron al bosque. A Mons. Ale­jandro Labaka le clavaron cerca de cincuenta flechas por todo el cuerpo. La hermana Inés, al ver lo ocurrido, corrió hacia donde estaba el cuerpo de Mons. Labaka y allí reci­bió, también, la muerte.
Pero esta historia no termina aquí. En la discusión sobre el inicio del proceso de beatificación de Mons. Labaka y de la hermana Inés, un venerable prelado ecuatoriano se atre­vió, en una reunión pública, a señalar que "no me parece el lugar más adecuado para que muera un obispo, desnudo, entre salvajes". Señor obispo, por decir algo, dígame usted, cuál es el lugar más adecuado para que muera un obispo.

Quizá la cama de su palacio; quizá una habitación en un hospital norteamericano. Jesucristo murió en una cruz, clavado de pies y manos, atravesado por una lanza, con las vestiduras de los malhechores y de los despreciados. Nada hay más cercano al estilo de vida de cada uno que el estilo de su muerte. Podríamos decir que por su muerte les conoceréis. El misionero capuchino que nos contaba la historia insistía en que su muerte había hecho fructificar el espíritu de la misión capuchina en las tierras del Ecuador. No sólo su sangre se ha derramado en beneficio de los más cercanos. Es capaz de fructificar la esperanza de los cristianos que creen que el Evangelio es coherencia, es entrega, es fidelidad al Plan de Dios, aventura de máximo riesgo.

Nos sobran las voces de los pastores, falsos pastores, que piensan que la cruz no es un lugar digno para morir, o que el báculo les da derecho para medrar en la sociedad del reconocimiento público. Lo que necesitamos son las historias de quienes se han desnudado de su propia vergüenza para hacer de su vida escándalo para los gentiles y ejemplo para los cristianos. Necesitamos que el eco del Evangelio resuene en nuestro mundo con la sinfonía del martirio a favor de los demás, no en contra de nadie. Aún no sé si llegaremos a asistir, en la reluciente plaza de San Pedro, a la canoniza­ción de Mons. Labaka y de la hermana Inés. De lo que sí estoy seguro es de que en el corazón de muchos, incluso en la misma naturaleza de la selva amazónica, revolotea el espíritu de estos dos nuevos mártires. Aunque nadie haya todavía contactado con los Tagaeri, el Cristo cósmico ya tiene dos mensajeros más entre sus hermanos de la selva.

SERRANO, José. Confesiones de un cristiano perplejo. Secretariado Trinitario. 2011. pp. 31-33