Memoria de dos humildes y grandes misioneros
a la altura de un Concilio
1. Hace 25 años que en la selva amazónica, atravesado por quince lanzas, murió el Obispo Alejandro Labaka; y con él la hermana Inés Arango, ambos a dos ínclitos misioneros en el sentido nuevo y puro que se le puede dar a esta palabra (21 julio 1987). Y hace 50 años que se iniciaba el Concilio Vaticano II, que preparaba una vuelta al modo y estilo de hacer Iglesia, de vivir la comunión de los cristianos y el entronque con el mundo (11 octubre).
Una Facultad de Teología – Facultad de Teología del Norte, Sede en Vitoria-Gasteiz – ha querido unir estos dos eventos en un mismo tronco del árbol vigoroso y fecundo de la Iglesia. Quien esto escribe, recién llegado de América (mis escritos anteriores normalmente están firmado en Puebla de los Ángeles, México) ha estado allí. El acto académico, en memoria y honor de un vasco guipuzcoano, Alejandro Labaka Ugarte (1920-1987), capuchino, misionero, obispo y mártir, era un acto académico universitario. Para mí era una espléndida celebración de fe y de Iglesia.
El tema concreto, que ha centrado las cuatro intervenciones y el diálogo, era un pequeño libro, titulado “Crónica Huaorani”, y el ponente decía: Se trata de un texto constitucional.
2. Seguramente que la gran mayoría de quienes se asomen a esta ventana no saben quién fue Alejandro Labaka. Nacido en las montañas de Guipúzcoa, en los tiempos en que esta tierra soñadora era un hervidero de vocaciones, Alejandro Labaka, es un muchacho que como tantísimos otros siguió los pasos de la carrera sacerdotal como religioso capuchino. Fue ordenado sacerdote en diciembre de 1945, y el 1947 estaba de misionero en China. Allí permaneció hasta que las circunstancias políticas de la revolución de Mao en 1953 le obligaron a repatriarse.
Pero este hombre de temple apostólico de ninguna manera se quedó en casa. Como los capuchinos acababan de asumir una misión amazónica en el Ecuador, él se ofreció y se apuntó para continuar siendo misionero de avanzada entre los indios, a los que amó sencillamente como a hermanos.
No puedo contar en tres párrafos lo que he escrito en un respetable volumen de 669 páginas, de página amplia y letra pequeña y 1300 notas documentales…
Vida y martirio del Obispo Alejandro Labaka y de la Hermana Inés Arango. Vicariato Apostólico de Aguarico, Coca, Ecuador, 2009.
Comienza a germinar la información de Labaka en Internet y el internauta lector de esta página puede acudir al Blog de Alejandro Labaka ha comenzado a gestionar el joven misionero mexicano Néstor Wer. A este Blog nos remitimos. Véase:
Mons. Alejandro Labaka, OFMCap., Mártir de la Iglesia de Aguarico.
3. ¿Qué tiene que ver este misionero vasco con el Concilio Vaticano II?
Lo que tiene que ver es esto: Que sin el Vaticano II no habría existido este misionero, que hoy ha sido ensalzado como uno de los grandes en la estela de los Grandes Misioneros de la Iglesia.
Labaka merece ser conocido, y pienso (así lo he dicho en voz alta y lo repito aquí para quien me oiga) que merece ser reconocido por la gente de su tierra, por el Gobierno Vasco, para alzarle un monumento y se tenga clara conciencia de que gentes así ha producido esta tierra.
La horrible crónica de pólvora (que ojalá por la gracia de Dios, sea crónica pasada) no es la Crónica del Pueblo Vasco; la Crónica Huaorani, y del grupo específico de los Tagaeri a punto de extinguirse en la selva, esa sí es la crónica de los ideales más generosos del pueblo vasco.
La Crónica Huaorani (cinco ediciones, cinco mil ejemplares en total) son los apuntes que un misionero iba tomando al entrar en contacto con los pueblos ignorados, tomando el latido de su porpio corazón y el latido de ellos, y que, tras la muerte martirial, un compañero (Miguel Ángel Cabodevilla) ha publicado.
Él expuso su vida “propter Evangelium”: así se lo consultó en su día a Pablo VI, y así ocurrió en la fecha, hoy gloriosa, del 21 de julio de 1987.
Él entendió que la salvación es salvación integral de la persona y él, como misionero y como obispo, buscó la libertad, la ciudadanía, la autonomía cultural de unas minorías poseedoras de unos derechos ancestrales que nadie les podía arrebatar.
Con su vida pagó en sangre – y la Hermana Inés igual – lo que él había aprendido en el Vaticano II. Dios ha puesto las “semillas del Verbo” (expresión que usó el Concilio, tomada de san Justino, en el siglo II) en todos los pueblos y culturas, y esas semillas, que germinan, llevan a Cristo nuestro Hermano y Redentor.
Alejandro, que profesionalmente no es un teólogo, es una luz en la Iglesia, como avanzado testigo del amor.
El episcopado ecuatoriano firmó en pleno, todos y cada uno, la petición de que se abriera la causa de este misionero-obispo que murió en la selva, desnudo como Cristo en la Cruz. Y en efecto, la Causa está abierta.
Y esto – añadiré – al honor de la audacia del Vaticano II.
Hoy, que se les rinde este homenaje a dos testigos vivientes del Concilio, como preámbulo del Simposio que se tendrá en la Universidad Católica de Quito (21-24 mayo 2012), al conmemorar los XXV años de martirio, no me podía acostar sin dejar constancia y memoria de esta celebración eclesial.
4. ¡Hermanos Alejandro e Inés, Siervos de Dios, mártires de Cristo, rogad por mí…, rogad por vuestra Iglesia santa de Aguarico, que regasteis con vuestra sangre!
Pamplona, 28 marzo 2012.
Fr. Rufino Ma. Grández
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