El puente lleva su nombre

      Hay en Coca, como se nombra popularmente la capital de la Provincia Orellana (amazonia ecuatoriana), sobre el río Napo que circunvala la ciudad, un puente llamado Alejandro Labaka. Ahora luce casi inútil, deteriorado por el excesivo tráfico de los últimos tiempos. De seguro no se construyó pensando en vehículos tan numerosos, pesados y vertiginosos. Pronto estará en desuso, uno nuevo está por ser inaugurado. En unos meses, al viejo lo transitarán apenas unos pocos peatones sin prisa.
Para quien conozca la historia reciente de este lugar, ese puente casi fuera de circulación podría ser una oportuna y desolada parábola. Ya lo dijimos, le dieron el nombre del obispo que murió lanceado, no lejos de aquí, hace ahora 25 años. Éste siempre se empeñó en unir orillas distantes, gentes enfrentadas; pero lo cierto es que el puente ha sido mucho más un vehículo para la invasión atropellada que para la amistad. Ahora se cae de viejo y, al mismo tiempo, casi nadie recuerda quién fue el personaje con cuyo nombre se le bautizó.
Se pueden encontrar algunas razones para este olvido. La ciudad se ha quintuplicado desde la muerte del personaje. Su población de inmigrantes recientes es sorprendentemente joven; más del 50% de la actual tienen menos de 20 años. Por tanto no habían nacido cuando Alejandro despareció. Coca es como una burbuja que, a favor de la explotación petrolera, crece desmesuradamente en el entorno de una selva ignorada y casi vacía. Estos ciudadanos actuales desconocen, fuera de muy pocas excepciones, la historia reciente de la ciudad; mucho más la pretérita. Se asombrarían al saber que la próspera capital apenas tiene 50 años de vida, fue fundada por capuchinos españoles y se inició en una frontera de guerra, cuando a uno y otro lado del Napo indígenas de etnias enfrentadas luchaban por la tierra. El río, entonces sin puente, era una frontera muy peligrosa. La lucha entre los habitantes de ambas márgenes iba en serio y se cobraba en vidas.
La memoria no es un fruto habitual de estas tierras, no se da bien entre gente de aluvión y, como es ésta a menudo, también de paso. Fuera de los indígenas que nacieron aquí y permanecen agarrados como yutsos a su tierra, casi todos los demás creen todavía en tópicos tan socorridos y peligrosos como el que la zona ha sido hasta hace muy poco selva virgen, naturaleza salvaje, frontera de la civilización, etc. Como si solamente los invasores fueran los auténticos creadores de cultura, o antes de ellos solo existiera el caos. Por supuesto nadie guarda memoria del acuerdo que la Municipalidad de Coca suscribió, con fecha 23/7/1987, tras la muerte de los misioneros Alejandro e Inés: “recomendar su nombre a las generaciones futuras, como ejemplo de honestidad, trabajo, capacidad y sacrificio supremo, en aras del amor por sus hermanos”. Lo proclamaron así de solemne y se olvidaron al punto. La recomendación quedó en  retórica. Más adelante, decidieron ponerle el nombre del obispo lanceado al gran puente de la ciudad, aunque nunca tuvieran siquiera tiempo para colocar la placa que lo atestiguara. Como hemos dicho, se trata de una ciudad con prisas, agitada, en ebullición. Sobra la memoria.
De hecho, apenas alguien sabe quién fue el pontífice, un misionero nacido a miles de quilómetros del lugar. Tampoco conocen cómo o por qué se empeñó en tender un paso amistoso entre fronteras de guerra.


Los cimientos culturales
            Para tender un puente, como resulta obvio, previamente hay que conocer bien ambas orillas. La distancia entre ambas, las características del material sobre el que la futura construcción habrá de sostenerse. Si el conocimiento es deficiente, si el cálculo resulta impreciso o erróneo, la pretendida obra será un fracaso.
            Tal como vamos a comprobar, Alejandro era pontífice de suyo. Es decir, le salía de su entraña el andar tendiendo pasarelas de armonía en cualquier tipo de oposición o enfrentamiento. Nos han pedido que, de toda la amplia obra de uniones que creó en su vida, nos centremos en su obra final. Tal vez la más sorprendente y acabada. La esforzada construcción de un diálogo entre un pequeño pueblo indígena amazónico (los huaorani[i]) con la nación dentro de la cual malvivía, ignorado y a punto de remate. Lo haremos ciñéndonos sustancialmente a la única publicación que hasta hoy recoge algo de su producción escrita referida al caso: CRÓNICA HUAORANI.
El suelo de un pueblo, es decir la materia para una cimentación adecuada,  es su cultura; entendiendo esa palabra es un amplio sentido. Lo que viene a significar: la forma propia de captar el mundo y su sentido, de explicarlo y luego intentar transformarlo. Marina[ii] resume el tema diciendo que la cultura es el conjunto de soluciones comunitarias que un grupo social da a los problemas humanos, que es como decir a los problemas universales. Se podría considerar entonces como el capital social y simbólico de un pueblo. No solo da soluciones prácticas, también da forma a la mente. Las personas actúan a partir de los significados que las cosas tienen para ellos.
Por tanto el primer mandamiento es conocer bien de cerca la cultura donde se quiera actuar o construir algo; captarla en sus detalles y significación. O se cimenta ahí y se emplean su propios materiales en cualquier obra que quiera ser duradera, o no tendrá apenas significado para ellos y quedará en el aire. Alejandro, que no solía tener mucho bagaje teórico, se refería a ello con una cita de la Evangelii Nuntiandi: La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia si no toma en consideración al pueblo concreto; si no utiliza su lengua, sus signos, sus símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea (EN, 63)[iii].
Ahora bien, todo esto que teóricamente parece innegable, no resulta tan claro a la hora de ponerlo en práctica. Hay quien piensa que las culturas no pueden ser siquiera evaluables, porque cada una de ellas forma un mundo aparte, con sus métodos de interpretación y validación únicos, intransferibles. Toda actuación en ellas parecería una impertinencia, una ofensa. La cultura, que es el núcleo de la personalidad e identidad social, estaría por encima de los individuos, sería el criterio de evaluación de todo lo demás, incluidos los sistemas normativos. No se podría entrar en ese terreno sacro e inviolable. No la toques más, que así es la rosa. Alejandro se va a topar, en sus andanzas prácticas con los huaorani, con algunos antropólogos, o aficionados a ello, que andarán por esas ramas,
Es evidente que no todos percibimos una cultura con igual conocimiento, sensibilidad o similar criterio, ni, por consiguiente, la valoramos igual. Al final, la verdad suele estar, no en las teorías en las que tantos suelen entretenerse cuando ponderan de modo entusiasta la intocabilidad cultural o, por otro lado, la interculturalidad, la convivencia, y abstracciones de parecido calado, sino en la práctica que son capaces de ejercitar con esas gentes tan distintas. Sabemos muy bien que ahora mismo, entre nosotros, habría muchos bien capaces de celebrar como una gran cosa la multiculturalidad de nuestros barrios españoles, siempre que no les toque a ellos vivir en un vecindario de inmigrantes.
Alejandro, tal como vamos a comprobar, tuvo una manera propia de acerarse a los ajenos y de congeniar con ellos. No era de esas personas que parecen estar simultáneamente en varias culturas, en varias creencias, y que son extranjeras en todas partes. Ésas que al final no siguen ninguna convicción, so pretexto de que se interesan por todas. O bien de los que siguen varias de ellas, simultáneamente, dentro de una gran confusión. Él fue de los que creía que en cada cultura hay, por encima de las obvias divergencias, suelo firme y valioso para situar fundamentos de diálogo y entendimiento comunes. Y aprendió de culturas ajenas la necesidad de correcciones en la suya propia, precisamente porque percibió que todas las culturas se transmiten por procedimientos acríticos.


El éxodo inicial
             Para comprender de qué manera y con qué estilo Alejandro construyó ese último puente cultural, es necesario echar la vista a la trayectoria de su vida, siquiera sea de manera muy apresurada. Porque si este hombre limó sus propias aristas fue por rodar en muchas aguas distintas. Alejandro, más que en los estudios, aprendió al paso de las muy diferentes formas de vida entre las que se metió y su inquebrantable afán por entenderlas.
            Había nacido, en 1920, en un pueblo guipuzcoano minúsculo, Beizama. Un sembrado de caseríos en el fondo de un calabozo de montes verdes. No olvidemos ese color, si hemos de entenderle. No perdamos de vista su comunión apasionada con la naturaleza. Vuelvo al paraíso verde, escribía en una carta a una amiga antes de entrar en la selva, cuando ya estaba en la cincuentena pero no olvidaba las raíces campesinas. Si no has estado en Beizama, me dijo un día, sonriendo, tú no conoces el verde. Habíamos quedado en que me lo enseñaría, justo el 2 de agosto de aquel año, 1987, cuando llegáramos de vacaciones a España. Pero el 21 de julio fue lanceado en la selva ecuatoriana, entre verdes amazónicos. Tenía 67 años. Hacía 40 que se había calzado las botas de siete leguas y recorrido caminos del mundo.
            Hay una temprana anécdota infantil que delata su talante. Su hermano Domingo había salido del caserío hacia el seminario capuchino de Alsasua y él, con apenas ocho años, a pesar del apego a su tierra y los queridos árboles, arruinando los pronósticos de su abuelo (éste va a ser un mutilzar, un auténtico casero), le dijo a su ama: no me he de quedar aquí, haciendo el tonto. El caserío podía estar varado entre montes idolatrados, pero él miraba más allí de ese horizonte.        Salió de su tierra, no de su infancia y religión campesinas que llevaba como tatuaje indeleble. Allí experimentó que Dios es el padre de la vida y ésta se derramaba por el ancho mundo de las gentes y la inmensa naturaleza. Ese sentir que los cuerpos están amasados en la misma materia, que es el núcleo de lo humano, no lo abandonaría nunca. No solo estamos en el mundo, somos el mundo. En lo más intimo de una persona resuenan todas las formas de ser humano, incluso de ser vida.
Probablemente esa sensibilidad de fondo, esa mística vital, la natural diafanía con la que contemplaba a Dios por doquiera (como se aprecia en tantas páginas de CRÓNICA HUAORANI) es lo que le permitió conservar su ductilidad ante lo cultural y vitalmente ajeno, a pesar de una educación etnocéntrica y, como de su tiempo, casi sectaria en algunos aspectos. Sería esa intuición primera la que le hacía tender las manos hacia cualquiera gente con la que iba a toparse en lugares de lo más imprevistos, a pesar de su extrañeza o desazón inicial. Porque, para ser flexible, hay que renacer constantemente, hay que mudar a menudo de piel, variar costumbres o lengua, ser de nuevo crisálida y mariposa. Volver a empezar.
De niño ya se convirtió en emigrante. No solo dejó el nido familiar y su entorno. Salió de un pueblito donde no se hablaba en castellano y dio en un seminario donde el llamado entonces vascuence era tenido poco menos que como lengua de gañanes. Desde luego no era apta para el estudio. Muy en su estilo, no se rebeló. Simplemente, con la tenacidad que le adornaba, conservó su idioma contra el embate de la mayoría; pese a no vivir nunca más entre los suyos, lo conservó hasta el final.
Hubo además otros dos descubrimientos vitales en esos años decisivos. Alejandro adoptó su nueva familia capuchina y se sintió bien entre hermanos de muy distintas madres. Frente a la dificultad del convivir, él ponía por delante la riqueza de la variedad. Al mismo tiempo, entre ellos, experimentó más profunda y personalmente a Dios. Ése era también un horizonte ilimitado por descubrir. Un tesoro en el campo. Pensaba a menudo en las gentes que no conocían, como él, la ruta de esa fortuna, se imaginaba mostrándosela. Eso era ser misionero: descubrir el caudal de Dios en cualquier cultura humana. Ya de estudiante, Alejandro seguía con arrobo a los capuchinos que llegaban o escribían de tierras tan exóticas como Guam, Filipinas o China. Se encuadraba entre sus compañeros de comisiones y talleres misionales. La palabra fascinación por la variedad le viene de muy joven. Recuerdo oírle hablar con admiración del multiforme rostro de la iglesia que le rodeaba en la última sesión de Concilio Vaticano II, a la que le tocó asistir en Roma. ¡La iglesia lucía allí todos los rostros, colores, lenguas, costumbres, tal como él amaba! Ahí sintió que podía ser, de verdad, católica.
En la antesala de su sacerdocio le tocó transitar una experiencia amarga: la guerra civil española, una cruel pelea fratricida. Los años de guerra fueron otro exilio notable. No solo le destetaron bruscamente de los apacibles claustros capuchinos, sino que le instalaron en la aspereza de la realidad, de la violencia y sus trampas. Alejandro se sintió llevado donde menos le gustaba, a las trincheras del odio, allí donde solo se da separación y violencia, además de otras consecuencias o heridas posteriores, tan visibles entre sus gentes vascas. Tal conflagración humana multiplicó su innata tendencia hacia el diálogo que ahora se hizo convicción indeclinable. Es probable que desde ese momento se introdujo dentro de él un recelo consustancial ante la violencia física, incluso verbal. Cuando le conocí, que Alejandro levantara la voz, era poco menos que imposible. Lo era del todo, no ya que patrocinara, pero que ni siquiera amparara la violencia física. Al mismo tiempo, pocos más tenaces que él para resistir activamente, hasta agotar a veces la paciencia del abusador, algo que considerara una injusticia.
Alejandro, se ha de repetir, tenía mucho de campesino vasco. La gente de caserío camina al paso, cautelosamente, tanteando siempre. El volar en teorías es para los pájaros. La cátedra que siempre estimó fue la observación directa. No tenía el cuerpo para abstracciones, ni le iba la levitación. En cambio, solía esgrimir el humor, con un punto de socarronería, como sentido de corrección ante cualquier ampulosidad o retórica. CRÓNICA HUAORANI tiene pasajes magníficos y frecuentes de ese don tan suyo. Sin un buen humor, exageramos demasiado; enseguida tendemos a ponernos estupendos.
Para cuando se ordenó sacerdote, ya se había ofrecido para ir a China. Por cierto, un viaje sin retorno. Se iba para siempre. Y, en 1947, el que fuera niño de caserío, pasado luego por seminarios atrancados para el mundo aunque abiertos a la Misión, sacudido luego por la violencia de la guerra, sin mayor preparación que su ánimo, se vio en camino a lo desconocido. Hacia unos enigmas apenas esclarecidos por las cartas que de allí recibían de 20 años atrás. Y fue en la misión del Kansu donde comenzó a edificar los cimientos de lo que luego sería el puente llamado Alejandro.

China, o ensanchar el corazón
            Así como algunas características de las personas se fijan, o al menos apuntan, en los primeros años, de parecida manera marca la misión inicial, si se ha vivido a fondo, como el primer amor. En su homilía de consagración episcopal (Coca, diciembre, 1984), es decir 30 años después de la que fue su misión inicial, Alejandro nos sorprendió a los oyentes diciendo que le gustaría ir a morir a China. Pero no al estilo de buscar el cementerio de los elefantes, o un retiro pintoresco, sino de atreverse aún con la misión que había quedado incompleta. Además, volver allí con apóstoles ecuatorianos; sacarlos a éstos de su tierra y querencias, abrirles a una aventura capaz de entusiasmar, mestizar su fe y su cultura, ponerlos en trance de descubrimientos, mientras él quedaba allí sepultado como una vieja semilla. Asombró a los asistentes, pero él lo tenía muy bien pensado.
Cuando Alejandro llegó a China tenía 27 años. Un destino que había soñado y expresamente pedido. ¿Qué le sucedió en China para que dejara en él tan profunda huella?
            Hacemos prodigios de gimnasia mental para poder salir airosos de las dificultades con el centenar de palabras que conocemos… El paisaje es tan montañoso como el de Beizama. El tiempo nublado. No cesó de caer un fino sirimiri; todo nos hacía creer que estábamos en Guipúzcoa. Hasta hubo quien dijo que la entrada del puerto se parecía a la de Pasajes[iv] Escribe en su primera carta a Domingo, su hermano, recién llegado a Hong Kong. Como es natural, las primeras referencias son a lo que se conoce, a la patria chica. De entrada, uno está encerrado en su infancia, en su estrecho mundo cultural. Pero esa prodigiosa gimnasia mental que se impone, pronto irá abriendo las puertas de otra patria más grande. Máxima ilusión y una realista concepción de la dificultad de la nueva cultura son conceptos siempre vivos en Alejandro. Hemos llegado a la Misión, ilusión de toda nuestra vida; estamos en Pingliang, pero todavía no nos hemos aclimatado, ni nos hemos dejado asimilar por este mundo tan distinto del nuestro. Nos hallamos fuera del mundo oriental, sin acabar de entrar en él, sin comenzar a conocerlo[v]. Tengo muy buena salud y ando todo el día batallando con la lengua de Confucio, queriendo decir algo y sin lograr expresarme, queriendo entender lo que dicen y sin conseguirlo. Pero estoy contentísimo con mi suerte y entusiasmado con el porvenir que nos espera [vi].
            ¿Qué decir de lo que pensamos, oímos y leímos acerca de China y de la realidad que palpamos? Mucho de aquello es verdad, pero aun eso que es verdad ¡parece cosa tan distinta a verlo en la realidad! Todo nos llama la atención. Este es un mundo civilizado, que tiene su educación; su etiqueta y su urbanidad son formas muy distintas de las nuestras, a ellas debemos acomodarnos los misioneros[vii]. La observación de la realidad, la reflexión sobre lo que percibe, va a ser su universidad, que establecerá correcciones constantes entre las opiniones de su entorno misionero y las circunstancias concretas tal como él las comprende. Alejandro se va a distinguir de otros compañeros suyos por algunas características que evidencian las cartas: capacidad de curiosidad (todo le llamaba la atención), lucha por dominar el instrumento básico de la comprensión de una cultura (todo el día batallando con la lengua), talante abierto y flexible capaz de percibir de inmediato lo positivo de una civilización tan distinta (este es un mundo civilizado) a la que entiende, de inmediato, que debe acomodarse. Un añadido importante para lograr esta percepción positiva será su sentido del humor, que es como decir de la exactitud y la distancia. Le ayuda a poner en otra perspectiva lo que sus hábitos le harían considerar como repugnante, ridículo o intolerable.
¿De dónde le surgía tal capacidad de admiración y aprendizaje, o la decisión radical de dejar a un lado buena parte de su propia cultura, de zambullirse con fascinación en otra tan ajena y difícil? No lo hará por ampliar conocimientos o por interés intelectual, sino como una manera peculiar de sentir la fe cristiana y, de consiguiente, su ejercicio misionero. Estoy contentísimo y me siento feliz en la Misión; doy gracias a Dios porque se dignó traerme a Kansu y estoy ilusionado con el porvenir que nos espera. Acostúmbrate a vivir en ese espíritu de fe, que después te hará tanta falta. ¡Ver siempre a Dios y, sobre todo, en las almas![viii] . Ese ver siempre a Dios en las personas concretas, más allá de cualquier desconcierto, es algo que le define.
            Cuando apenas llevaba un año allí, ya se atreve con una síntesis personal como vademécum para un joven capuchino que quiera ir a China. Me parece muy provechoso que te ejercites en la negación del amor propio y del propio parecer. Hazte cuenta que, si quieres ser buen misionero en China, tendrás que despojarte casi totalmente de toda tu manera de pensar, excepto en las cosas de la fe. En el trato con los sacerdotes indígenas hay que ser extremadamente atento y estar pronto para dejar el parecer propio, sobre todo al tratar de juzgar la educación, cultura, costumbres de este pueblo milenario. Te ayudará mucho el encontrarte con la realidad, pero tiene que haber una base anterior. Ensancha tu corazón. No te encariñes demasiado con ninguna civilización; todas son buenas mientras no se opongan a la moral, a la fe y buenas costumbres[ix]. Hay que valorar la carga de cristiandad etnocéntrica y nacionalismo que llevaban entonces consigo los misioneros, para calibrar la valiosa innovación del obligado despojamiento, de ése ensancha tu corazón… No solo era capaz de ver siempre a Dios en aquellas gentes, sino que, al estilo del primer dios bíblico, observaba aquella sorprendente creación china, novísima para él, y la veía buena… Era capaz de percibir a Dios en muchas encarnaciones diferentes.
            La inmersión que Alejandro hacía en unas culturas y religiosidades tan variadas y sorprendentes se daba, además, en un marco de violencia y peligro enrarecidos. China se desangraba en guerra civil. La revolución comunista de Mao estaba por adueñarse de país; los misioneros vivían en sus estaciones como rehenes de las nuevas autoridades maoístas. El superior capuchino de la Misión les consultó, individualmente, si, dado el peligro evidente, preferían retirarse de la misión. Le suplico humildemente que si el Señor llega a creernos dignos de padecer algo por Él y endereza los pasos de los comunistas hacia nuestra Misión, me dé su paternal bendición y obediencia y me deje en cualquiera de las estaciones de la Prefectura. Creo que mi pena sería mayor si me mandaran huir que mandándome permanecer en mi puesto[x], contestó al punto Alejandro. Esa resistencia, tan pacífica como porfiada, va a ser otro de sus rasgos definitorios, unidos a una indiscutible valentía personal ante los peligros físicos. De manera que, cuando va a ser despedido definitivamente de su puesto por las autoridades maoístas, escribe su adiós combatiente a dos compañeros que se resisten a abandonar: Vuestras caridades hacen muy bien en hacer lo posible para no abandonar sus lugares y sus ovejas. Agárrense fuertemente a sus sedes, hasta que les manden a empujones y puntapiés. Siempre suyo, el nativo del caserío Etxeberri[xi].
            Años después, en una de nuestras tertulias nocturnas de Coca, a orillas del Napo, Alejandro nos comentaba que, si hubiera tenido entonces otros conocimientos teológicos y más experiencia, quizá hubiera decidido quedarse en China. Incluso si para ello hubiera sido necesario pertenecer a la Iglesia oficial y reformada, que entonces, siguiendo las instrucciones de la Curia romana, les parecía una abominación, pero que en esas horas tardías de su misión amazónica miraba con mucha más indulgencia: todavía existen hoy allí las dos iglesias, la nacional y la romana, pero están condenadas a entenderse, decía con una sonrisa de sabia bonhomía.
            Según el lenguaje de su tiempo, Alejandro hablaba de salvar almas. Sin embargo, en la práctica de su vida diaria, lo muestran sus cartas, misión significaba, ante todo, acercarse a otro, comprender su vida, intercambiar experiencias. Sin todo ese acercamiento previo, el rostro del Dios común en el que Alejandro creía, no tendría significado alguno para esas gentes. China no le concedió tiempo suficiente para concluir el puente de acceso y unión entre su propia visión y aquélla. Esa espina la tendrá siempre dentro de sí. En cambio le abrió la mente y el corazón a mundos desconocidos, preparó su espíritu para nuevos desafíos.
Cuando en febrero de 1953, expulsado de Pingliang, mas todavía en Hong Kong, recibió una carta de su Provincial en Navarra preguntándole qué destino le parecía más adecuado, Alejandro le contestó con un entusiasmo que le define: No sabía qué determinación tomar. Me atraía Filipinas, por la cercanía del Kansu, y me atraía el Napo. Marcharía directamente a las orillas del Amazonas desde aquí. Ruegue para que sea fiel a esta vocación misionera hasta la muerte, ¡hasta la muerte! ¡No se olvide de poner mi nombre en la primera expedición para el Napo![xii]. Leyéndolo ahora, desde el final de su vida, ese ¡hasta la muerte!, repetido con énfasis a sus 33 años, resuena con imponente fuerza. Y brinda una imprescindible clave de interpretación para que lo que sucederá luego.

Ecuador, aprender de nuevo
            Él quería ir a una misión de frontera, lo que se decía entre infieles, pero no le acaeció así. En Ecuador, ese pequeño país tan heterogéneo y rico en etnias y culturas, le tocó vivir primero en sus zonas civilizadas, lo que se llama Sierra y Costa, antes de entrar en la parte selvática (en su tiempo muchos la llamaban infierno verde, pero él ¡paraíso verde!). Fueron años de aprendizaje del medio ecuatoriano y sus gentes para lo que sería su misión definitiva.
            Era un hombre joven, pero, como hemos podido percibir, veterano ya en lides mucho más exigentes. No se sentía misionero actuando en una sociedad de cristiandad tradicional, aunque conservara fisionomías culturales diferenciadas entre sí, en buena parte sorprendentes para un recién llegado. No obstante se entregó con el entusiasmo que le caracterizaba a las faenas apostólicas.
            Tanto en sus acciones directas pastorales (párroco andino), como académicas (director de un colegio en la Costa), o rectoras (superior de los capuchinos en Ecuador), Alejandro, en lo que aquí nos interesa más, se distinguió de nuevo por el interés en conocer el país en todas sus condiciones, introducirse en su sociedad, ser un ciudadano activo. Podríamos seguir su rastro por dos constantes que iba marcando: la cantidad de gente a la que trató y el gran número de propuestas de progreso social que emprendió junto a ellos. Hace poco, un antiguo habitante de Coca lo evocaba así: Alejandro era el padrecito que caminaba y conocía a todos. En efecto, él nunca manejó un coche, lo suyo era ir al paso, muy cerca de la gente, fijándose bien en lo que convenía hacer. Por eso, también podrían recordarlo en una serie obras regadas por doquier (escuelas, colegios, dispensarios médicos, poblados, puentes, organizaciones populares) y la gente veterana dirá: esto se hizo de la mano de Alejandro.
            Porque él, que no se sentía incómodo en la sacristía, es decir, en la parte privada de la vida religiosa, ni tampoco en apostolados entre fieles, no obstante, tendía por temperamento y convicción a actuar al mismo tiempo en la arena pública, no como dirigente o demagogo, sino como el vecino emprendedor que era. Esa participación de doce años dentro de la sociedad ecuatoriana, previa a su entrada a la Misión de Aguarico, le servirá para conocer el material del que estaba hecha en su generalidad. Por ejemplo, el recelo y menosprecio habituales hacia los aislados pueblos indígenas amazónicos, entre los cuales Alejandro pasaría el resto de su vida.


El Concilio Vacitano II, localismo y universalidad
Cuando estaba por cumplir 45 años, el Nuncio en Ecuador le comunicó el nombramiento como Prefecto Apostólico de Aguarico, una misión de capuchinos españoles que se había iniciado once años antes. Era febrero de 1965; doce años después de abandonar China. Al mes siguiente fue investido como tal y tomó posesión de su misión: 28.000 km2 de selva ecuatoriana fronteriza con Colombia y Perú, unos pocos miles de indígenas, muy pocos blancos. No había allí ninguna población de más de 300 habitantes. Lo primero que hizo fue recorrer cada punto misional y reunirse con los misioneros en una asamblea. Es decir, una vez más, conocer directamente la zona y sus gentes, oír, aprender, tratar de organizar un camino común.
El Nuncio le hizo un encargo específico: quería que los capuchinos tomasen a su cuenta la evangelización de los clanes del último grupo indígena amazónico aún sin contactar. Popularmente se les conocía con una palabra kichwa despectiva: los aucas[xiii]. Eran muy pocos, la mayoría ya reducidos por una organización norteamericana (en realidad, un subterfugio técnico para enmascarar la misión protestante): el Instituto Lingüístico de Verano (ILV). Pero quedaban clanes libres. Precisamente atacaban entonces en Coca a los pobladores de un pueblito de indígenas kichwas que los capuchinos habían iniciado recientemente.
En la asamblea con los misioneros, Alejandro, percibió distintas formas de cumplir una tarea que era, al par de católica, un encargo del Gobierno ecuatoriano para civilizar. Lo que venía a ser, tal como se concebía, colonizar el territorio y sus habitantes. En 1961 el Presidente Velasco Ibarra había visitado el lugar e identificado enfáticamente en su discurso a misioneros, militares y colonos, como los principales factores del desarrollo amazónico[xiv]. Labaka, sin oponerse al progreso material alentado por la misión, defendía otros retos apostólicos. De inmediato reparó en la importancia de conocer a fondo las particularidades de ese (y otros) pueblo. Propuso crear un Centro de cultura amazónica[xv] que se ocupara del estudio y cultivo de las lenguas indígenas de la zona. La única manera de poder iniciar, por de pronto, un contacto con los clanes aislados. Es el origen de lo que será CICAME (Centro de Investigaciones Culturales de la Amazonia Ecuatoriana), sin duda su gran empeño cultural. Aunque habrán de pasar casi 10 años hasta que Alejandro tenga personal suficiente para ponerlo en marcha.
A finales del año, como Prefecto, tuvo ocasión de participar en la IV y última etapa del Concilio Vaticano II. En Roma convivió con su antiguo y querido obispo en China, Ignacio Larrañaga. Una forma de reavivar su indeleble vocación misionera que ahora se abría y enriquecía extraordinariamente en aquel ambiente multicultural. Le tocó firmar el documento Ad Gentes; incluso intervino en la defensa de las minorías étnicas dentro de él. Lo adelantamos, para Alejandro resultó una auténtica teofanía esa asamblea universal. Desde Roma escribe, a su sustituto en el Napo, que oye en el aula conciliar un latín cuya acentuación trae aires de todas las latitudes y de todas las razas. ¡Es impresionante![xvi] Precisamente del nº 11 de Ad Gentes tomará más tarde el lema de su escudo episcopal: Semina Verbi. Las semillas del Verbo divino que la Iglesia reconoce, con alegría y respeto, en la historia de los pueblos, en las culturas y religiones. Alejandro vio así proclamada con la mayor solemnidad, una antigua percepción personal a la que su espiritualidad y experiencia le empujaban.
Al mismo tiempo, muy en su estilo, él llevaba el ascua a su sardina. Esto es, la declaración universal a su tema inminente: ¿cómo y con quién hacer el camino de entrada al mundo de los aucas? De manera que en esos mismos días de Roma se dio tiempo para otras consultas precisas: ¿hasta qué punto podía arriesgar su vida en ese empeño?, ¿podría aliarse con los evangelizadores protestantes que ya controlaban algunos de los grupos aucas?...
La experiencia personal del Concilio, la convivencia con la diversidad eclesial, el ejercicio de los largos y a veces enconados debates, supusieron para Alejandro un aprendizaje insuperable. Si el Concilio fue, en palabras del Papa convocante, abrir las ventanas de la iglesia al viento del mundo, sabemos que esos vientos no dejaron de acarrear luego ventoleras internas y tensiones eclesiales. Por otro lado, el final de los años 60, el ascenso general de las ideologías marxistas en América Latina, la rápida evolución de las teorías antropológicas y su aplicación dentro de los pueblos indios del continente, produjeron auténticos terremotos en el suelo misionero tradicional. Alejandro participó personalmente, e invitó a otros de sus misioneros a hacerlo, en diversas asambleas amazónicas sobre las nuevas maneras de misionar. En alguna ocasión tuvo que soportar directamente la crítica corrosiva de antropólogos y etnógrafos.  Nuestro obispo no se desorientaba con facilidad, tenía una estable aguja de marear que le permitía afrontar las más hoscas tormentas. Él evocaba siempre aquella variopinta asamblea conciliar y sus consignas. Tal como escribió a todos los misioneros en la clausura: se abre y comienza la gran tarea de la siembra y cosecha conciliar[xvii]. Fue un despliegue de originales e insospechadas vías de reflexión que no dejará de indagar en los años sucesivos.
Esto puede comprobarse en la lectura del conjunto de relatos, escritos para información interna entre capuchinos, pero que, tras su muerte, dimos a conocer como CRÓNICA HUAORANI.

Se llaman a sí mismos: las personas
            Las tribus amazónicas suelen usar, en cada uno de sus idiomas, una palabra que significa, aproximadamente, lo que para nosotros persona. En su concepto: la gente capaz de hablar y comportarse como solo el grupo sabe hacerlo. Nunca denominan así a alguien de fuera de su grupo, los cuales, por tanto, no tienen características humanas. En el caso huao, ellos utilizan otro término similar, huarani, para nombrar a los que son semejantes, pero no parientes o próximos y, por tanto, resultan adversarios. Todos los demás, sin ningún contraste entre ellos, serán cohuori (ajenos, enemigos) y caenhuen (antropogófagos).
            El pueblo huao emerge como uno de los enigmas más notorios y sorprendentes de la inmensa cuenca amazónica. Con una antigüedad que los lingüistas calculan en 5.000 años, es seguramente uno de los pueblos más aislados registrados en el mundo. En su idioma no se conocían vocablos adquiridos de otros; la agresividad con la cual defendían su aislamiento era legendaria. Probablemente se trató, al menos desde la entrada de europeos en la amazonia en el siglo XVI, de un pueblo minúsculo. No asoman, ni siquiera por referencia, en ninguna de las minuciosas inspecciones misioneras en la zona durante los siglos siguientes. Esa parvedad demográfica, a más de su capacidad para sobrevivir en los terrenos más fragosos, inaccesibles y pobres de la selva, les permitió vivir en arriscada autonomía. Duramente diezmados en tiempos del caucho, que es cuando aparecen en las crónicas, entre el final del XIX y comienzos del XX, llegan a ser luego, en la orilla derecha del alto Napo, el paradigma del terror para sus vecinos, fueran éstos indígenas o colonos. Cuando se les pudo conocer de cerca, se comprobó que representaban la forma más similar a lo que fueran los primitivos cazadores/recolectores amazónicos. Un grupo casi detenido en el tiempo.
            El año 1958 dos misioneras evangélicas, del citado ILV, lograron hacer contacto pacífico con uno de sus clanes. En los años siguientes, con enorme determinación y numerosos medios técnicos, amparados por el consorcio petrolero CEPE y los militares que controlarán esa región oriental, los misioneros lingüistas irán sometiendo la mayoría de los clanes huaorani, reduciéndolos en una estrecha zona de las cabeceras del río Curaray. Precisamente el lugar donde el Nuncio, con una indiscutible voluntad de antagonismo frente a la misión norteamericana, acuciaba al nuevo Prefecto Alejandro para misionar. Es importante especificar, siquiera esquemáticamente, el estilo de esa evangelización protestante, contemporánea a la que hará Alejandro. Él los admirará en muchos de sus rasgos; luego, poco a poco, sin enfrentarlos nunca, marcará sus diferencias.
            Ya dijimos que los lingüistas crearon, con la complicidad oficial, una reducción. Esto es, quebrantaron drásticamente algunas bases de la cultura huao: los territorios, la forma de vivir en clanes dispersos, la agresividad que les caracterizaba… Establecieron un poblado en la selva al que ninguna persona ajena entraba sin su autorización, ni podían salir sus integrantes. Con eso lograron, en gran parte, salvar vidas huaorani de las peligrosísimas enfermedades de contacto iniciales y, al mismo tiempo, contar con un fantástico y monopólico “laboratorio” para el conocimiento. De inmediato se hicieron con su lengua y un buen entendimiento de sus costumbres, si bien a estos misioneros nunca les interesaron por sí mismas, ni advirtieron en ellas mayores cualidades. Querían crear una cristiandad, volver de revés a los salvajes y convertirlos en neófitos. Como me confesaba muchos años después uno de sus lingüistas, les interesaban los indígenas y Dios. Por tanto, línea directa, sin ninguna mediación con la sociedad ecuatoriana a la cual ignoraban a fondo[xviii].
            Cuando Alejandro llegó a su misión definitiva, dijimos que un gran clan huaorani atacaba, desde el otro lado del Napo, a la inaugural población de Coca. En esos primeros años 60 causaron 13 muertes entre indígenas kichwas y sufrieron otras muchas bajas propias, productos de venganzas e invasiones de su territorio. La población de Coca estuvo a punto de ser abandonada por el clima de terror que los guerreros de las lanzas crearon en su entorno. Los periódicos del tiempo mencionan muchas voces pidiendo castigo para los salvajes. Pero esa guerra, diríamos que a pequeña escala, va a experimentar una intervención desproporcionada, definitiva. En ese mismo tiempo se han descubierto grandes reservas de petróleo, precisamente al sur del Napo, frente a Coca, donde vive el clan huao. Alejandro y sus misioneros intentarán, con irrisorios medios técnicos y escaso conocimiento, varios ensayos de acercamiento: expediciones por río o selva, localizaciones desde el aire… La prisa de los petroleros por tener camino libre hacia su botín se alió con el interés y capacidad técnica del ILV. Para 1968 lograron reducir más de 100 huaorani del área. La amenaza desapareció en el entorno de Coca. Tenían en sus bases del Curaray unas 400 personas, algo así como un 90% del pueblo huao. Permanecían unos pocos en la selva profunda, ésa que el tópico llama inaccesible.
            De inmediato, los petroleros tendieron un puente sobre el Napo e invadieron las tierras huaorani del sur. La carretera se llamó, con la vieja palabra hiriente, en un cinismo que quizá no fue pretendido: VÍA AUCAS. Cercenó 115 kilómetros como una herida letal. De manera que ese puente fue, en su inicio, de invasión y sometimiento. Solo después, la tentativa de Alejandro enseñó que podía ser de reconciliación. Por eso le pusieron su nombre.
            La industria del petróleo es una de las más voraces de nuestra actual civilización. Para ellos no hay lugares inaccesibles. En la selva sus exploradores tienden como una red minuciosa en la que caen presos todos los seres; en este caso también los minúsculos grupos huaorani que habían esquivado la reducción del ILV. El mes de julio de 1976 las avanzadillas petroleras en la selva dieron de nuevo con grupos huaorani. Una familia de apenas una docena de miembros, los tagaeri (la gente de Taga) se había escindido del grupo de Coca cuando la intervención del ILV en 1968 y resistido a su reducción; ahora vivían aislados y enemigos de todos. Otros clanes (no sumaban un centenar) habían sido contactados levemente por los evangelistas, mas no trasladados al Curaray, ni tampoco controlados. Son éstos últimos los que causaban problemas en los campamentos de obreros petroleros (robos, amenazas…) los cuales dudaban entre varios procedimientos (por ejemplo, usarán a veces del auxilio de los militares). Acabaron llamando a Alejandro, misionero entonces en Rocafuerte.
En 1969 había renunciado a su condición de Prefecto. Llevaba seis años siguiendo el rastro de la invasora colonización producida por la entrada petrolera en la Prefectura. Por tanto conocía de cerca a esas gentes, sus métodos o maneras de conquista. El año anterior a esta llamada, en el discurso a una asamblea indígena donde Alejandro alentada la unión de los nativos amazónicos ante la terrible tormenta colonizadora que se venía por las carreteras petroleras recién abiertas había dicho: El descubrimiento del petróleo y la consiguiente transformación de la zona ha supuesto para estas tribus la invasión de todos sus territorios, reducción de sus dominios a su mínima expresión, ausencia de medios ordinarios de subsistencia como cacería y pesca, paso a una civilización para la que no se les ha preparado. Y en comparación de las pérdidas, son muy pocas las ventajas que hasta el presente les ha ofrendado el petróleo[xix]. Sabía con quién se jugaba las cartas. No tenía a los petroleros como la mejor compañía, ni suponía la forma ideal de acercarse a esa gente tanto tiempo anhelada. No obstante era una ocasión que no quería perder.
            En ese momento, Alejandro es misionero de a pie, pero ha tenido cargos de responsabilidad e intervenido activamente en cuestiones que tocan a la problemática social de una zona, ahora conmocionada por el vuelco demográfico y social de la explotación petrolera, más la invasión colonizadora subsiguiente. Ha escrito cartas al Presidente de la República, hecho propuestas públicas para una adecuada intervención estatal en un lugar donde campean otros intereses sin ningún control democrático, alentado nuevas formas de organización indígena... Esta es una de las facetas que lo distancian de las formas solapadas del ILV. Él es un ciudadano activo y franco, no busca reducciones misioneras, ni guetos monopólicos. Actúa públicamente para la construcción de una sociedad amazónica plural, con respeto a las culturas locales.
            Este misionero va a iniciar su última jornada: tiene 56 años, larga trayectoria, conoce bien el complejo ambiente que le rodea. Está dispuesto a crear, en la sociedad amazónica invadida, un lugar propio para el grupúsculo que todos llaman salvaje, aunque ellos mismos se tengan, en el más alto sentido de su cultura, por personas. Alejandro comprende el terreno que pisa, a este lado nacional del puente; pero le falta conocer, a fondo, la otra orilla. Le quedan apenas 11 años de vida que va a apostar en esa última carta.

El lenguaje del corazón y sus pasos
            Alejandro creía que, para conocer bien, hay que acercarse lo más posible. Tocar con las manos. Ponerse en el lugar del otro. Y eso es lo que hace. Se ofrece a convivir con obreros de trocha, perdidos en la selva, aterrorizados por la proximidad de unos indios con estremecedora fama de asesinos. A los trabajadores les han amenazado y despojado violentamente de vestidos, comida o herramientas. Sienten tal temor que se han negado a trabajar; piden ser evacuados. Nadie se atreve a estar allí. Tendí mi hamaca dentro de la carpa de los trabajadores y charlé mucho rato con ellos antes de que se decidieran a reanudar los trabajos. Se manifestaron muy agradecidos de que alguien les visitara en la soledad de la selva amazónica, en tierra de los Aucas. […] Durante el comentario [celebra con ellos una misa con el texto de Mt 25, 31-40] todos estuvimos de acuerdo en que aquí se está cumpliendo eso de dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. Terminé diciéndoles que ellos son los “misioneros escogidos por Dios” para los Aucas.
            He ahí al hacedor de puentes utilizando su técnica cordial, al estilo de Jesús: se acercó y les tocó. Tendí mi hamaca entre los trabajadores… Pero no solo intenta atenuar el miedo paralizante, sino que, a partir de las creencias cristiana de los obreros, quiere cambiarles su manera de percibir a esos seres rebeldes: son personas también, están necesitados, invadimos su tierra, ¡cómo no darles de comer y vestir! Alejandro tiene tal fervor por el contacto que ¡a la primera quiere hacerlos misioneros, enviados para el encuentro! Para eso han de salir de sus prejuicios y tópicos civilizatorios tan arraigados. El misionero sabe que sus palabras no tendrán mayor fuerza de convicción si no van unidas a su propio ejemplo. Se siente ansioso por saber cómo va a responder ante los huaorani, de qué manera podrá llegar hasta ellos, no solo a su cercanía, sino hasta su corazón.
El relato de CRÓNICA refleja con emoción ese primer encuentro, el mes de julio de 1976, que tanto ha esperado y va a ser tan decisivo:
Serían las diez y media de la mañana cuando:
- Amigo, amigo, nos gritaron desde el árbol/puente los tres huaorani, completamente desnudos, con un simple ceñidor que sujetaba su pene.
¿Escalofrío?, ¿miedo?, ¿alegría?, ¿esperanza? No sé qué corriente inundó todo mi cuerpo. Solo sé que me incorporé rápido para salir al encuentro, haciendo un esfuerzo de memoria para recordar algunas palabras. […] En posteriores visitas examinarán las pertenencias de este capuchino que se precia de profesar la pobreza franciscana y verán que tengo demasiadas cosas y se las llevarán con todo derecho: el toldo, la toalla y otras cosas[xx].
De nuevo, su técnica cordial: me incorporé rápido para salir al encuentro… El aguante, el humor ante el despojo de sus pertenencias. Más aún, lejos de todo paternalismo y en conflicto frente la actitud petrolera, la convicción de que lo hacen con todo derecho. Como practicó en China, la manera de acercarse de Alejandro no va a ser la técnica de un antropólogo, una observación externa o participante (aunque veremos cómo las empleará a su propio estilo), sino su certeza de la hermandad universal. Un lenguaje humano común a ejercitar con esos seres incógnitos, que le parecen como recién salidos de una página del Antiguo Testamento. Como escribe después: Nadie ha tenido dificultades de entendimiento y todos se han desenvuelto por igual, porque todos han empleado el mismo lenguaje: el lenguaje del amor en Cristo [xxi].
Ahora bien, llevar ese tópico piadoso al escenario real era un desafío formidable. El lenguaje del amor no es menos, sino más complejo de alcanzar que cualquier otro. Lo apuntamos concisamente.

v   Lenguaje riguroso
En primer lugar hay que recordar que, al comienzo, en esa relación se jugaban nada menos que la vida. Así de sencillo. Alejandro tenía una valentía personal muy fuera de lo común, por eso cuenta en su CRÓNICA pocos lances de peligro y esos pocos con humor, lo cual todavía difumina más la amenaza real. Este día quise hacer una observación sobre las reacciones de los jóvenes huaorani. En el momento en que uno de ellos se dedicaba a abrir las latas de conserva, tirando cuanto lejos podía las que por su sabor u olor no le agradaban, le eché un grito cuando tiró un tarro de “Sicafé” y le pedí que me lo trajera. Medio refunfuñando me lo trajo y me lo tiró a la mano; pero cogió un machete y me hizo ademán de cortar la cabeza; de seguido tomó un plato de plástico de la cocina y, en mi presencia, hizo añicos el plato con el machete. ¡Pareció darme a entender que el joven huao no está dispuesto a humillarse ante nadie![xxii] O esta otra escena: Parece que no le gustó mi negativa; refunfuñó unas palabras y, en un santiamén, me rompió la camisa y también la camiseta, rasgándomelas hasta el sobaco[xxiii]. Con los huaorani, la vida y sus detalles iban en serio. Como se lee en una vieja crónica de los jesuitas del Maynas, por estos mismos lugares: vivíamos con la vida entre sus manos.
            Pero incluso sin llegar a eso, solo el compartir la vida ordinaria, simplemente llegar hasta ellos y convivir, era un oficio implacable. Lo comprobamos en tres momentos espigados entre muchos. Los comentarios huelgan.
Montamos nuestro campamento con el sistema de los plásticos que no resultan porque las cucarachas los han agujereado. Sobre el mullido suelo saturado de barro y agua, tendemos ramas de palmera, plástico como aislante y nuestras mantas. Repasamos nuestro pequeño vocabulario huaorani, rezamos en quichua y nos acostamos mientras las aguas siguen cayendo en cantidades amazónicas. Animales grandes chapotean en el río. ¿Dantas, tigres, bagres, caimanes? No sé diferenciarlos con seguridad[xxiv].
En una de las subidas me arrecian los calambres, hasta hacerme exhalar un lamento, y al poco tiempo vomito bilis. Tengo ganas de dar por terminada la jornada, de descansar, para reanudar la marcha al día siguiente, pero mis guías no quieren saber nada de eso. Cristo hace resaltar mi debilidad para que brille más la fortaleza de su actuar en ellos[xxv].
Terminada la velada y cuando ya me cogía el sueño, me pidieron el plástico. Desde la una o dos de la madrugada en adelante fueron turnándose, viviendo a pasar ratos para dormir a mi lado; sentían frío y venían a calentarse con el calor natural de mi cuerpo. Y llegué a pensar que es hermoso compartir incluso el calor del cuerpo con el pobre[xxvi].
A veces nuestro lenguaje tiende a ser nostálgico e idílico, pero no era así la realidad selvática. Cuando Alejandro escribe que el evangelio es una aventura como para entusiasmar[xxvii], está diciendo también, muy en serio, con toda la carga que eso llevaba: el Evangelio no crecerá lozano sin el calor de los riesgos sufridos por los misioneros y misioneras por igual[xxviii]. Era, por tanto, un lenguaje comprometido.

v  Descifrar el lenguaje del otro
La CRÓNICA abunda en pasajes que evidencian el tesón con que el misionero observaba a su alrededor manifestaciones de vida y dilucidaba su significado. Quizá lo más expresivo será escoger unos pocos de esos momentos, también sin glosas:
Temí ser un rechazo para la cultura y costumbres huaorani si me manifestaba demasiado rígido; por eso juzgué un deber el manifestarme y comportarme con toda naturalidad, igual que ellos, aceptando todo, excepto el pecado[xxix].
Esta vez traigo una inquietud: ver cómo puedo hacer para integrarme en una familia huaorani. La ocasión se me presenta al regreso de Buganey, cuando ella coge el hacha para ir a hacer leña para su fogón. Me ofrezco para ayudarle y ella acepta con naturalidad señalándome el tronco que tengo que partir. Después, viéndome todo sudado, me hace ademán de que puedo ir a bañarme[xxx].
Estaban todos en la orillas del río viendo cómo me bañaba. Desde luego lo hice en cueros y, después de secarme, me ceñí el cinturón huao. Se rieron un rato y también yo[xxxi].
Sam Padilla me decía que entre los huaorani la mujer no cuenta. La impresión que nos da el grupo de Nampahue-Inihua es todo lo contrario: las mujeres aparecen muy seguras de sí, participan en todo con gran iniciativa y animación, al parecer con libertad y sin complejos. Deberíamos seguir este diálogo con otros muchos asuntos, como el estudio absolutamente necesario de la lengua y la cultura huaorani; de la conveniencia o no de llevar obsequios; hasta cuándo y hasta qué grado solucionarles sus necesidades vitales[xxxii].
El empeño de encarnarse en una cultura trae muchas preocupaciones. ¿Dónde está el bien y el mal? ¿Cuáles son los criterios de moralidad de costumbres? ¿Cómo encarnarse en una moralidad no solo del grupo, sino también de los individuos, para que la evangelización sea personalizada y ser uno mismo fiel y dócil a las enseñanzas y originalidad que les pueda proporcionar esa realidad?[xxxiii]
            Aprender un nuevo lenguaje cultural, en efecto, no se puede hacer en un curso de quince días, de lejos y por correspondencia. Sino que pone la vida en vilo; lleva consigo muchas preocupaciones.

v  Comenzando a entenderse
Que Alejandro llegó a ser un alumno aprovechado lo vamos a reflejar también con sus mismas palabras, aunque él nunca pretendiese mostrarlo así. Ante todo con una de las páginas claves de la CRÓNICA:
            Hacia la cinco y media de la mañana se reanudó el canto. La sacerdotisa de la casa cantó en tres o cuatro tonadas diferentes, aunque muy parecidas, sin dejar de avivar el fuego. Me levanté inundado de una gran alegría. Tal como estaba, en paños menores, me adelanté hacia el jefe de la familia, Inihua, y Pahua, su señora; junto a mí se hallaba ya el hijo mayor. Con las palabras padre, madre, hermanas, familia, me esforcé en explicarles que ellos, desde ahora, constituían mis padres, hermanos; que todos éramos una sola familia. Me arrodillé ante Inihua y él puso sus manos sobre mi cabeza, frotando fuertemente mis cabellos, indicándome que había comprendido el significado del acto. Hice otro tanto ante Pahua llamándole buto bara – mi madre; ella, posesionada de su papel de madre, me hizo una larga “camachina”, dándome consejos. Luego puso sus manos sobre mi cabeza y frotó con fuerza mis cabellos.
Me desnudé completamente y besé las manos de mi padre y de mi madre huaorani, y de mis hermanos, reafirmando que somos una verdadera familia. Comprendí que debía despojarme del hombre viejo y revestirme más y más de Cristo en estas Navidades. Todo se desarrolló en un ambiente de naturalidad y emoción profunda, tanto para ellos como para mí, sin poder adivinar todo el compromiso que este acto pueda entrañar para todos[xxxiv].
El alcance real de ese acto, que algunos han juzgado una sentimental puesta en escena, lo muestran dos evidencias. Por un lado, el compromiso adquirido por el misionero llegó hasta donde su muerte puso de manifiesto. De otro, a él mismo sorprendió la repercusión apreciada entre los huaorani: Me voy dando cuenta que ellos le han dado mucho más valor que yo al hecho de haber sido adoptado como hijo por Inihua y Pahua[xxxv]. Eso sigue hasta hoy, mucho después de su muerte. Araba, su hermano huao, puso de nombre Alejandro a uno de sus nietos, en recuerdo de mi hermano mayor, según nos dijo.

Cimientos políticos del puente: la difícil diplomacia
            Dicho todo esto, ¿había conseguido Alejandro, hasta ahí, trazar el paso justo entre la sociedad ecuatoriana y ese pueblo, último llegado al concierto nacional?
Él tenía que acercarse primero, conocer la otra orilla para trazarlo. Lo hizo de la manera que hemos resumido. Animó a que pasaran por él los misioneros: La vida misionera no es solo adaptación; es, sobre todo, comunión de vida, de costumbres, de cultura, de intereses comunes. Este anhelo es siempre más notorio en ellos que en nosotros, siempre influenciados por los prejuicios, la idiosincrasia y los tabúes de nuestra cultura y de nuestra educación religiosa[xxxvi]. También lo abrió a los obreros petroleros, incluso soñó que le seguirían por ese camino: Me esforcé por quitar los recelos mutuos y afirmar los sentimientos de hermandad y de amistad entre los huaorani y los trabajadores, venidos de toda la variada geografía del Ecuador[xxxvii]. Aunque supo que no es sencillo cambiar de mentalidad y lo apunta con humor: Uno de los obreros, vislumbrando todo nuestro éxito futuro para civilizar a los huaorani, dice: -Padre, ahora sí se jodieron los aucas[xxxviii].
Sin embargo notaba que el paso hacia el respeto generalizado, para que fuera efectivo, debía hacerse para todo el país. Una tarde, en mitad de una operación petrolera desbordada de helicópteros y agitación, escribió: Tanta gente extraña y tanto ruido parecía una gran profanación de la selva. Mi corazón se sentía atenazado por el futuro incierto de los huaorani[xxxix]. Es que la cuestión no podía plantearse como problema personal, ni era cosa de pocos. Alejandro siempre le dio mucha importancia a la política, al menos en el sentido griego de los asuntos de la polis, la ciudad. La sociedad ecuatoriana en este caso. Hemos insistido en su vocación de ciudadano dinámico. En este trance, ¿cómo contribuir al orden social, cómo organizar en justicia la vida oriental sustentando, ante todo, el derecho de los más pequeños?
Y es ahora cuando Alejandro, tratando de fundar cimientos de justicia en la sensibilidad y la legalidad de la nación ecuatoriana, va a toparse con obstáculos formidables que surgen de intereses económicos preponderantes. Es la otra cara de su amor personal a los huaorani. Este irreducible pulso con las instituciones políticas, legales y económicas esperando que sea escuchada esta voz de la Iglesia a favor de “los sin voz” en el Ecuador[xl]. Percibe con extrema lucidez que la suerte final de los aislados se decide en esa arena. Por consiguiente, presentar la relación personal de Alejandro con los huaorani sin atender esta porfía es diluir la originalidad de su actuar, privándolo del agudo relieve social que adquirió en Ecuador y que explica las vivas reacciones en el país tras su muerte.
            En agosto de 1976, apenas un mes después de su primer contacto personal, ha estudiado la situación entre huaorani libres y explotación petrolera. Escribe un Informe desde la Zona Huaorani[xli] que hará llegar al Gobierno. Su propuesta es convertir esa zona en Reserva Petrolera y dejarla por ahora sin explorar. Al mismo tiempo crear en ese territorio un Parque Forestal Nacional para uso exclusivo de los huaorani. Si eso no fuera posible (él lo prefería, sospechaba que no sería aceptado), sugiere conciliar la explotación petrolera con un Plan de integración huaorani en el cual éstos vieran recompensadas suficientemente sus concesiones. Era una propuesta increíblemente audaz para su tiempo, que luego va a madurar y presentar en diferentes retoques, cada vez más ajustados y lúcidos. ¡Todavía hoy no es aceptada en toda su dimensión! En ese tiempo se daba por hecho que la selva abierta (los huaorani no tenían derechos de propiedad) pertenecía al Estado; asimismo las riquezas del subsuelo. Por otro lado Ecuador era un país con muy deficientes servicios básicos; se aseguraba que la explotación del petróleo era la solución. Por tanto, como era de esperar, las propuestas del misionero no gustaron ni al Gobierno ni a los petroleros.
En ese terreno no era ingenuo. Conocía cual era su posición en el tablero, un peón sin ningún relieve dentro del juego petrolero. Su convicción era que los huaorani tomaban cosas con todo derecho; la industria o el Estado les daban nada a cambio de quedarse con su selva. Los petroleros, recordemos que trabajaban para el Estado, ni opinaban lo mismo, ni se andaban con bromas. El sr Piet me informa en Pañacocha de que el jefe de sísmica, sr. Gothier, considera que ya no es necesaria mi presencia. Los huaorani no molestan a su grupo que está compuesto de más de 50 hombres. Además es partidario de no dejarse llevar fácilmente las cosas, para lo cual en alguna ocasión hicieron grandes explosiones de dinamita que amedrentaron a los aucas[xlii]. Esto sucede en febrero de 1977, Alejandro ha acabado con la escasa paciencia de los petroleros.
Lo advertimos, él era tan pacífico como tenaz. Como las autoridades no se habían dado por enteradas ante su petición del pasado agosto, dio un paso más. A primeros de febrero de 1977 había convencido al Prefecto para publicar en el diario de mayor circulación del país un largo artículo: Misioneros plantean medidas en defensa de los indígenas aucas[xliii]. Si no quieren renunciar a la explotación (no definitivamente, sino hasta el momento en que los distintos grupos del pueblo huaorani puedan comprender y permitir la prospección y explotación petroleras[xliv]) queda la otra salida: Conseguir el consentimiento del pueblo huaorani para la explotación petrolera. […] Para ofrecer una verdadera garantía actualmente [se refiere a los obreros petroleros también] es necesario entablar diálogo y entrar en negociaciones con los diversos grupos huaorani. Para lograr estos objetivos no se deben escatimar esfuerzos a fin de explicarles nuestros móviles, quitar prejuicios, darles garantía de respeto para sus vidas, costumbres, sistema de subsistencia por cacería, pesca y libre recolección de frutos silvestres en un área suficientemente extensa. Cuando se logre llegar a un acuerdo que ampare, tanto los derechos humanos de las minorías como el derecho nacional a la utilización de sus riquezas naturales, se podría pensar en continuar los trabajos para las operaciones del petróleo[xlv].
Alejandro recorrió oficinas políticas, visitó autoridades o técnicos y comprobó de primera mano que era tierra poco abonada para sus propuestas. Imposible pontificar ahí; no tendían la mano, sino que aplicaban el garrote. Pronto me pude convencer de que no tenían mayor interés en darme facilidades para mis viajes a los huaorani y que, más bien, mi presencia podía constituir un estorbo para los fines turísticos, todavía no muy bien definidos, que parecen plantearse en altas esferas[xlvi]. En abril de 1977 deciden los misioneros abrir una puerta autónoma hacia los huaorani. José Miguel Goldáraz realiza una odisea de exploración, lanzándose a la ventura por ríos desconocidos hasta dar con el camino fluvial, penoso, pero independiente, que en adelante los mantendrá en contacto.
A comienzos de noviembre tres obreros son muertos a lanzazos en una trocha. Alejandro escribe: Siento una tristeza que me asfixia. La gente está muy impresionada. Seis, siete y hasta nueve golpes de lanza. Algunos de ellas han atravesado a las víctimas de parte a parte[xlvii]. De inmediato, junto al Prefecto de la Misión remite un documento al Gobierno Nacional donde, entre otras cosas, solicita: Ampliar la zona actual de protección auca, demarcada por el Instituto Geográfico Militar y el Instituto Lingüístico de Verano para unas parcialidades del pueblo huaorani, de forma que se extienda esa protección a todos los grupos, formando así la REGIÓN HUAORANI [mayúsculas en el original][xlviii]. En efecto, esa petición es mayúscula, porque crear una REGIÓN supone un refuerzo para los derechos huaorani y lleva consigo connotaciones políticas y administrativas que a nadie podían escapársele. Se reunirá también con mandos militares y las autoridades del ILV. Le darán buenas palabras. Sobre todo le darán largas y, enseguida, la espalda. Ninguno de ellos le querían en su partida de naipes.
Un año después, Cepe decide continuar las trochas abandonadas tras las muertes de noviembre/1977, probablemente producidas por el grupo irreductible de los Tagaeri. Los obreros se resisten a ir. La empresa exploradora pide la colaboración de Alejandro, diciéndole que la alternativa es enviar militares. El lindo juego de ponerle a uno entre la espada y la pared. En comunicación dirigida al sr. Benissent, gerente de CGG en Lumbaqui, reitero mi oposición a la operación que Cepe quiere realizar, por juzgarla peligrosa, porque expone caprichosamente la vida de humildes trabajadores ecuatorianos solo por no postergar el estudio de una zona relativamente muy pequeña en el conjunto del complejo petrolero. La protección de los obreros por la fuerza armada es exponernos, por otra parte, a vernos en la precisión de ejecutar un genocidio, tanto más indignante cuanto más débil, marginado y respetable es el pueblo huaorani, a quien ampara la ley de los Derechos Humanos. Por eso, termino el comunicado solicitando, en nombre de la Iglesia y en nombre de los Derechos Humanos, suspender y postergar esta operación hasta que el pueblo huaorani esté capacitado para comprenderla, autorizarla y participar activamente en ella[xlix].
Señalamos que era un misionero porfiado, no se caía del nido. Durante esos años no cesa en sus cartas a petroleros y autoridades recomendando no explorar lugar tan peligroso[l]. Al mismo tiempo observa que cuanto más se acerca él a los grupos huaorani, es decir, si tiende el puente hacia ellos, si los hace amigos y les quita su peligrosidad, la política extractiva oficial lo aprovecha para invadir sin rebozo ese territorio. A comienzos de abril de 1979, escribe desoladamente: Todos cuantos se interesan por el pueblo huaorani y su evangelización han podido darse cuenta de cómo andamos fluctuando en una difícil diplomacia. […] Cuanto más se adentra uno en el mundo del petróleo, tanto más se advierte que el mundo huaorani no cuenta en sus planes. Solo cuando hay miedo que la prensa internacional pueda jalear el asunto o que los rebeldes huaorani puedan obstaculizar su labor, se deciden a mezquinar unas pocas migajas: unos vuelos de helicóptero, unos obsequios fáciles y baratos, pero aprovechándose, al máximun, para la propaganda oficial[li].
No eran los únicos insensibles. Las minorías lo suelen tener difícil siempre, incluso con los más cercanos. Alejandro, que se sentía solo en el frente, ha intentado durante años que las organizaciones indígenas, amazónicas o nacionales, se impliquen en el problema. El mismo de su muerte escribe al Presidente de Fcunae, la Federación de comunas kichwas de Orellana, que han sido enemigos tradicionales de los huaorani y en ese momento no tienen mayor inconveniente en invadir su territorio: Quiero animarme junto a todos Vds. a trabajar infatigablemente por el rescate de las culturas indígenas, pues considero que la cultura de cada pueblo es algo esencial, fundamental y, a la vez, englobante de todos los valores propios[lii]. El mismo mes de su muerte envía un legajo de documentación al Presidente de la organización indígena nacional. Hasta entonces poco se había distinguido por la defensa de los huaorani y apenas sabía por dónde le daba el aire en ese tema: Espero que puedan servirles de algo para poder coordinar los planes y ojala puedan interesarse cada vez más de los grupos étnicos huaorani que viven en la Provincia de Pastaza, hasta hacerles conscientes de su unidad y autogestión como PUEBLO HUAORANI [mayúsculas en el original][liii]. Con lo cual les estaba señalando la urgente tarea que faltaba: de unos clanes aislados hacer un pueblo capaz de derechos y obligaciones propias.
También se las ha tenido tiesas con algunos antropólogos, o que se las daban de tales, y casi siempre miraban los toros desde sus retóricos burladeros. Acudí hasta los organismo internacionales que defienden los derechos humanos y denuncian los abusos, pero solo conseguí una vaga promesa de venir a constatar los hechos y no han llegado nunca, ni se han interesado lo más mínimo por pedirme informes posteriores. Hoy, los que trabajan por las minorías tienen que tener corazón de mártires, que saben que tienen que trabajar aunque su esfuerzo quedará en un fracaso seguro ante la organización del mundo tecnológico actual[liv].
Iba a morir seis años después de firmar esa carta. Continuaba empeñado en su obra. ¿Fracaso seguro? Podemos decir que caminó más lejos y más rápido que ninguno por un sendero del que fue pionero. Tras la tempestad informativa que produjo su muerte en 1987, las organizaciones indias tomaron el relevo en esa lucha, claro que a su manera. En 1992 el Gobierno cedió un Territorio Huaorani casi en los términos que Alejandro llevaba pidiendo 20 años. Posteriormente gentes ecológicas y otras varias han hecho del tema de los pueblos ocultos (o sin contacto) una provechosa bandera internacional. Algunas percepciones sobre la mejor manera de protegerlos, así como del alcance de sus Derechos han cambiado. Entre tanto, los huaorani crecieron en número, son ciudadanos admitidos en Ecuador, si bien algunas de sus reivindicaciones siguen pendientes. Al mismo tiempo, podemos atestiguar que en la Provincia de Orellana persisten las muertes entre grupos ocultos. La vida de los pocos supervivientes pende de un hilo.
El viejo puente de la ciudad lleva por nombre Alejandro, casi nadie lo recuerda, pronto quedará reservado a pocos peatones. Se inaugura en estos días otro nuevo, construido fundamentalmente para los proyectos petroleros predominantes en la zona.


Miguel Angel Cabodevilla
7/3/2012




[i] Respetaremos la forma de escribir huaorani, como se hacía en tiempo de Alejandro. Ahora, por una grafía impuesta desde la cultura anglófila, se suele escribir waorani o waodani en plural y wao en singular.
[ii] Las culturas fracasadas, José Antonio Marina, Ed. Anagrama.
[iii] Todas las citas, si no media aviso, tomadas de CRÓNICA HUAORANI (CH), Alejandro Labaka, CICAME 2003, 4ª edición. p. 197.
[iv] Carta a su hermano Domingo desde Hong Kong, 14/6/1947. Todos los documentos que se citarán en adelante tomados del Archivo Capuchino de Pamplona.
[v] La Ultramontañesa, p. 11. La Ultramontañesa era una revistilla interna, mecanografiada, de los capuchinos en Pingliang, que se llamará también, humorísticamente, de otras maneras: Montañesa… Se trataba de comunicarse entre todos los misioneros las circunstancias de vida y los mensajes personales u oficiales.
[vi] Manuel de Beizama (tal como se llamaba entonces entre los capuchinos) al Provincial Ricardo de Lizaso desde Chengyuan, 20/1/1948
[vii] Carta de Manuel a sus compañeros teólogos de Pamplona publicada en la revista Verdad y Caridad, enero 1948
[viii] Carta de Manuel a su primo Julián de Beizama, estudiante de teología entre los capuchinos de Pamplona, Chengyuan 7/11/1948
[ix] Id.
[x] Carta de Manuel a Jenaro de Artabia su superior capuchino, 5/12/1948
[xi] Ultramontañeza  p. XXXV  Tsinging. Alejandro escribe en euskera, para burlar a los espías del  nuevo régimen, a sus compañeros Fernando de dima y Julián de Lezo.
[xii] Carta autógrafa de Manuel al Provincial de Navarra, desde Hong Kong 11/3/1953.
[xiii] Una palabra que emplearon los incas para designar a quienes se oponían a su civilización. Eran los rebeldes a la autoridad del Inca, los salvajes. En Ecuador, con un significado semejante, es una palabra popular; incluso se utiliza popularmente para los niños no bautizados.
[xiv] Presidente Velasco Ibarra, discurso en Tena, dentro de la Semana Amazónica, 1961.
[xv] Carta al Provincial de Navarra, 7/11/1965, Archivo Vicariato de Aguarico (AVA).
[xvi] Carta a Camilo de Torrano desde Roma, 20/9/1965 (AVA)
[xvii] Carta a todos los misioneros, misioneras y fieles, Roma 21/11/1965 (AVA).
[xviii] Cicame ha publicado una serie de libros en torno a los Huaorani. Considerando aspectos históricos y sociológicos, otros de relatos misioneros, antropológicos o etnográficos, etc. Pueden consultarse obras como: Los últimos huaorani; Coca, la región y sus historias; Los huaorani en la historia de los pueblos del Oriente; El exterminio de los pueblos ocultos; Pueblos no contactados ante el reto de los Derechos Humanos; Zona intangible, ¡peligro de muerte!; Noticias históricas y territorio, la nación huaorani; etc.
[xix] Discurso a UPAME (Unión de Pueblos amazónicos Ecuatorianos), 12/6/1975, CH, p.178. Este es un discurso importante, Alejandro hace un esfuerzo por resumir su pensamiento en conceptos que tienen para él gran valor: cultura amazónica, riqueza de la cultura pluralista de la nación…. Es por tanto una realidad el peligro de desintegración biológica y cultural de estos pueblos amazónicos del Ecuador y se impone una tarea con los máximos esfuerzos de todas las instituciones, tanto del Estado como instituciones particulares y de las misiones religiosas para salvar las reliquias del HOMBRE AMAZÓNICO ECUATORIANO Y SU CULTURA AMAZÓNICA (mayúsculas en el original). En el orden de medidas prioritarias que propone hay un sexto punto: Sensibilización de la conciencia nacional sobre la riqueza de la cultura pluralista de la nación, respeto de sus toponimias, su historia propia…
[xx] Primer encuentro personal de Alejandro con huaorani, CH, p. 21.
[xxi] CH, p. 167.
[xxii] CH, p. 26
[xxiii] CH, p. 29
[xxiv] CH, p. 94
[xxv] CH, p. 52
[xxvi] CH, p. 63
[xxvii] Ch, p. 73
[xxviii] CH, p. 115
[xxix] CH, p. 38
[xxx] CH, p. 48
[xxxi] CH, p. 103
[xxxii] CH, p. 104
[xxxiii] CH, p. 145
[xxxiv] CH, p. 37
[xxxv] CH, p. 137
[xxxvi] CH, p. 111
[xxxvii] CH, p. 131
[xxxviii] CH, p. 64
[xxxix] CH, p. 130
[xl] Carta de Mons. Labaka al Jefe Local del Ierac, 23/9/1986. CH, p. 192
[xli] CH, p. 179.
[xlii] Escribe esto en febrero de 1977, CH, p.68.
[xliii] El Comercio 13/2/1977. CH, p. 180.
[xliv] Id
[xlv] Id
[xlvi] CH, p. 71.
[xlvii] CH, p. 81.
[xlviii] Documento del Prefecto Jesús Langarica y A.Labaka al Gobierno Nacional, 10/11/1977.  CH, p. 181.
[xlix] CH, p. 105.
[l] Por ejemplo la carta de Alejando al sr, Benissent, jefe de la CGG, 16/10/1978, CH, p. 182. Otra carta de Labaka  a los gerentes de la CGG, Cepe y J. Langarica, 17/3/1979. CH, p. 183.
[li] CH, p. 128.
[lii] Mons. Labaka al Presidente de Fcunae, 26/4/1987. CH, p. 194.
[liii] Mons. Labaka al Presidente de Conaie, 5/7/1987. CH, p. 195.
[liv] Carta a Peter Broennimann, 2/3/1981. CH, p. 186. Broennimann publicó ese mismo año, AUCAS EN EL CONONACO. ADIÓS A LA SELVA AMAZÓNICA, Basel 1981. Un libro con magníficas fotografías, muy bien ideado para el negocio editorial.