A partir del relato de Miguel Ángel Cabodevilla, un capuchino que habita la selva amazónica, Germán Castro Caycedo escribe de manera solemne la relación de los capuchinos Alejandro Labaka Ugarte, un obispo español y la madre colombiana Inés Arango con los huaorani, una población indígena que defendía su libertad, su tierra y su cultura de los caníbales; es decir, de los blancos.

Los huaorani, que durante años habían vivido en la selva alta de la Amazonia, empezaron a habitar la margen derecha del río Doroboro, pero pronto se vieron invadidos por los misioneros. También por empresarios caucheros, como Julio César Arana, y por buscadores de oro. El rechazo a la opresión y sus continuas agresiones llevaron a los huao a cambiar la defensa por la embestida, desarrollando así la guerra de guerrillas, porque perder la selva significaba desaparecer.

En 1965, Alejandro Labaka Ugarte fue nombrado superior de la Misión en la Amazonia tropical, en la aldea Nuevo Rocafuerte, ubicada en la población de Coca. Su misión era liberarlos de la esclavitud a que eran sometidos, evitar la extinción de la tribu -que para entonces estaba dividida- y organizarles medios de subsistencia. Después de recorrer varios meses la selva en avioneta, en busca de los huaorani, divisó en un blanco de la espesa selva a las familias de Inihua y de Nampahuoe.

Como símbolo de respeto hacia la cultura de aquel grupo humano desnudo, se despojó de sus ropas para lograr su aceptación y así logró relacionarse con ellos. Inmediatamente organizó un recorrido por el río, junto con otro sacerdote y 13 hombres quichuas. En esa excursión por la floresta lluviosa, atravesando pantanos y colinas, contactó a otros huaorani. Aprendió su idioma, su cultura, su historia y hasta interpretó parte de sus sentimientos. En aquellos confines no ofició misas, ni bautizó a nadie, ni trató de imponer sus costumbres. Simplemente interactuó, sin imponerles nada. Después de dos años de contacto con los huao, Monseñor tomó el riesgo de involucrar misioneras.

La madre Inés Arango y tres religiosas más, se unieron a su labor. Para entonces, el territorio de la misión era infinito; no había núcleos de población sino familias dispersas en la orilla de los ríos. A pesar de las dificultades que ofrecían la selva y su estilo de vida, la madre Arango se integró sin que le exigieran desnudarse. Sin embargo, un descubridor meticuloso y más aplastante que los caucheros hizo su aparición: la estatal petrolera ecuatoriana. A su llegada, no solo instalaron un millar de estaciones, sino que llevaron aeroplanos, una amenaza fatal para los huaorani.

La clandestinidad de sus casas y familias fue descubierta. Destruyeron la naturaleza que era comida, medicina, vivienda y cultura. Su calidad de vida fue alterada y reemplazada por el hambre, la aflicción y la zozobra. Con el apoyo de las Fuerzas Armadas, dueñas de la mitad de las regalías petroleras, la empresa construyó carreteras y oleoductos para comunicar la selva con los Andes. Sin embargo, no calcularon la magnitud de la resistencia huao atacando los campamentos selváticos y en 1976, recurrieron a la mediación de monseñor Labaka, quien propuso visitar los caseríos de los huao periódicamente para llevarles herramientas y artículos del hogar, como mecanismo de integración.

Pero los petroleros no fueron la única amenaza para los huao. La iglesia Evangélica, bajo el dominio de Raquel Saint, una evangelizadora del Instituto Lingüístico de Verano Estadounidense, también hizo presencia. Su propósito era aprender la lengua indígena y obtener información estratégica sobre los guerreros. Para reclutar a los huao aislados por los misioneros católicos, utilizó a la indígena Dayuma, creando un centro de evangelización en el Tihueno, donde concentró algo más de doscientos indígenas. Contrario a la labor de Monseñor, Raquel logró aislarlos de su propia cultura. Los indígenas dependían del Instituto hasta para encontrar el alimento y les crearon necesidades que no podían solucionar por sí mismos. Después vino la explotación: escribieron libros, hicieron videos, llevaron a dos huao a Europa como muestra de conversión y crearon una compañía que ofrecía tours a los extranjeros. Los huao eran un estupendo negocio. Sin embargo, la presencia de males como la polio, considerada por los huao como una maldición no una enfermedad, provocó la fuga de muchas familias.

A comienzos de 1987, la compañía exploradora localizó, al sur de Coca, oriente de Ecuador, un bohío habitado por los Tagaeri, un grupo huao denominado los rebeldes, los únicos que no habían tenido contacto con los caníbales. Ante este hallazgo, monseñor Labaka, quien había defendido las vidas de los Tagaeri ante los petroleros, trató de conseguir del gobierno unos territorios reservados para ellos. Las gestiones resultaron infructuosas y el acercamiento no fue posible. El 21 de julio de 1987, sujetados de una cuerda, monseñor y la hermana Inés descendieron de un helicóptero hasta el bohío Tagaeri. Al día siguiente otro misionero y un representante de los petroleros fueron a buscarlos. Desde el aire, sobrevolando el territorio en la aeronave, descubrieron los cuerpos lanceados de los misioneros católicos. El cadáver de Monseñor estaba acostado sobre un tronco con unas veinte lanzas. La madre Inés se hallaba sentada, ante la puerta de la choza con tres lanzas. ¿Lo que hicieron los Tagaeri fue salvajismo y crueldad o defensa propia y rituales de su cultura frente a la muerte? Lea este relato y comprenderá la razón que los llevó a cometer tal acción.