La llamada evangélica es, desde el principio, para todo cristiano vocación misionera. Ir, estar con el Señor y ser enviados son una única realidad (cf. Mc 3, 1), elementos quizás distintos en el tiempo pero implícitos y contenidos en la invitación a seguir a Jesucristo. La llamada es única: no es justo pensar que la misionariedad es la última etapa de un largo camino; es, más bien, la perspectiva que hay que tener en cuenta desde el principio.

No nos formamos «en un lugar cerrado» para luego «salir» a campo abierto; como dice un biblista, «llamar, en el uso evangélico, es también participar activamente en la misión» (B. Maggioni). «Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede retenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (NMI 40b). Por eso, la misionariedad, el ir por el mundo es cuestión de fe viva y «el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros» (RM 11c).

Además, la evangelización responde a la lógica del Reino, más que a las necesidades de los destinatarios o a cualquier otra necesidad (cf. Mt 10, 1-5, donde se identifican la llamada y la misión). Y el Reino no puede ser clasificado o delimitado según los destinatarios, lejanos o cercanos (no es la descristianización la que nos envía en misión), según los tiempos (primero los cercanos y luego los lejanos), según los lugares (primero en las iglesias y luego en las casas o por los caminos), según las necesidades de nuestra «propia casa» o de otros pueblos.

El anuncio, el ir, es la dimensión fundamental y permanente de la evangelización, la lógica del Reino, el paradigma de toda forma de misión. El primer anuncio, la segunda evangelización y la pastoral ordinaria (cf. RM 33) responden al único envío y constituyen la misma misión: son tres dimensiones o tres modos estrechamente unidos en el tiempo y en el espacio, como fue única la misión de Jesús en las sinagogas, en las casas, por los caminos, con los justos y con los pecadores. Estamos invitados, en todas partes y siempre, a anunciar, a exhortar, a renovar y consolidar la fe a fin de ganar nuevos discípulos para el Evangelio y fortalecer a quienes ya siguen a Jesús.

Para Francisco, la evangelización es la expresión del encuentro con Cristo (1 Cel 22). Para él, vocación y misión coinciden (LM 4, 2), tanto en sus primeros años como después de la crisis «contemplativa» y al final de su vida.


Evangelizar en fraternidad

«Marchen, queridos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados» (1 Cel 29a). Francisco no envía nunca a un hermano solo por el mundo. La fraternidad y la comunión son el punto de partida y el corazón de la misión franciscana.
La fraternidad tiene una identidad teocéntrica y una dimensión profética y misionera, pues:
- en su origen, remite a la paternidad de Dios:
- en su construcción diaria, se realiza en el desprendimiento de uno mismo y en el seguimiento como único punto de referencia;
- en su visión profética, expresa el Reino presente y actuante en medio de nosotros;
- en su dimensión misionera, el Señor nos envía a «su viña» como testigos de reconciliación entre nosotros y con el Padre para la edificación de su Reino.

La Fraternidad-en-misión es libre y liberadora: es enviada al mundo entero con el corazón fijo en Dios. Las mismas estructuras se vuelven signos y senderos de un itinerario expedito que eleva el hombre a Dios. La tensión dinámica y constructiva entre los valores y las estructuras acompaña nuestra existencia individual y comunitaria a lo largo de toda la peregrinación terrena, hasta el día de nuestra muerte: no existen valores sin estructuras, ni deberían existir estructuras sin referencia a los valores vividos en la vida de cada día.

Cuando, en junio de 1219, encuentra Francisco en Damieta al sultán Malik-Al-Kamil, vive una experiencia imprevisible e iluminadora (cf. Jacobo de Vitry, Carta 4; 1 Cel 57; LM 9, 7-9). Sin proclamar una cruzada, Francisco se presenta como enviado del «Dios altísimo», se declara «cristiano» y anuncia su fe; progresivamente descubre en el Sultán a un «místico» y a un hermano en la «fe» en el único Dios; el Sultán, a su vez, descubre en Francisco a un «hombre cortés» y creyente. En Damieta aconteció el milagro del encuentro de dos personas muy distintas, un encuentro que tuvo lugar «en la orilla del otro», en el respeto de la diversidad, en el diálogo cortés, en el amor gratuito. Francisco experimentó y descubrió un modo diverso de llevar a cabo la misión, cuyo eco y espíritu aparece en el capítulo 16 de la Regla no bulada, de 1221.

En Damieta Francisco experimentó la reciprocidad. Acogió cuanto vio de positivo en el Sultán y regresó a Asís con un profundo respeto a los sarracenos, a quienes había conocido como creyentes. Francisco nos muestra otro aspecto maravilloso y actual de la evangelización: la misión es escucha y comunicación, es vivir con los otros, es elegir abrir los ojos a la realidad ajena, es creer que el Reino de Dios está ya en torno a nosotros, en profundidad, en todas las personas, incluso en las no cristianas (cf. 1 Cel 82); la misión es dar y recibir a la vez.

En el campo del diálogo, el franciscanismo tiene una palabra que decir y, sobre todo, un ejemplo y un testimonio que ofrecer. De hecho, la figura, la experiencia y la propuesta de Francisco son un mensaje cuya validez es aceptada y reconocida por los miembros de muchas confesiones y religiones distintas. Francisco es un hombre de diálogo universal por su experiencia evangélica radical, por su amor a la Palabra de Dios, que operó en él una continua conversión: todo esto hizo de Francisco un hombre nuevo que recobró el equilibrio de las relaciones con Dios, con los hombres y con la creación y al que todos pueden mirar con esperanza. Por eso, el franciscano es, por vocación, un hombre de diálogo.